Pasaban unos minutos de las 15:00 de la tarde, hora canaria, cuando la tierra rugió. Durante semanas, ese rugido incesante sería la banda sonora del día a día en La Palma.
Era domingo y el volcán de Cumbre Vieja entraba en erupción tras más de una semana de seísmos sacudiendo la isla: fueron la antesala de 13 semanas de angustia en los que la lava calcinó 1.218 hectáreas y se llevó por delante los hogares de cientos de palmeros, que tuvieron que empaquetar sus vidas a toda prisa y abandonar sus casas, muchos de ellos, para no volver.
Aquel 19 de septiembre, varias grietas comenzaron a expulsar piroclastos y una enorme columna de humo. Un terrible estruendo y una nube de cenizas y gases precedió a la lava, que poco después corría por las laderas.
Los canarios asistían, atónitos, -algunos por televisión y otros de primera mano- a a la primera erupción volcánica en la isla bonita desde la del Teneguía medio siglo antes. Por delante quedaban más de tres meses de sobresaltos e incertidumbre, en los que las lenguas de fuego sepultaron más de 1.600 edificaciones.
Así, bajo la lava quedaron los recuerdos de casas, cultivos, colegios e incluso la iglesia de Todoque, que finalmente se desplomó tras resistir durante días al avance del volcán. Hoy, un año después, un manto negro recuerda aún todo lo que perdieron los habitantes de la zona. Muchos aún no han podido regresar: en lugares como Puerto Naos, los niveles de dióxido de carbono siguen siendo letales 12 meses después de la erupción.
Un terrible espectáculo
Con el paso de los días, la erupción dejó escenas tan espectaculares como terribles: a vista de pájaro, pudimos ver las bocas llameantes del volcán desde el aire, el avance inexorable de inmensas lenguas incandescentes e imágenes insólitas de viviendas que quedaban rodeadas por la lava.
Algo más de una semana después del inicio de la erupción, la lava llegaba finalmente al mar, formando una gran catarata de fuego acantilado abajo, tal y como puedes recordar aquí:
Entretanto, la isla seguía temblando y los vecinos vivían con angustia el avance de la lava y cómo esta acababa con sus casas y barrios. Tras un mes de erupción, el volcán ya había dejado un reguero de destrucción y cambiado radicalmente el paisaje de la isla, ampliando su superficie, que se adentraba así más en el Atlántico.
Durante semanas, los palmeros siguieron con el corazón encogido la apertura de nuevas bocas del volcán; los vaivenes en la calidad del aire, el humo y la ceniza; derrumbes del cono volcánico y el imparable avance de las coladas de lava. No sería hasta diciembre cuando el volcán empezó a dar señales de agotarse. El mismo día de Navidad, la erupción más larga de la historia de la isla se daba oficialmente por finalizada tras 10 días sin actividad.
Habían pasado 85 días en los que el rostro de la isla bonita, y las vidas de cientos de personas, cambiaron para siempre.
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