José María Aznar, con una fuerza mayoritaria en el Congreso de 183 diputados, encarnó el apogeo del poder sin contrapesos. Este mandato, iniciado bajo el halo de un "triunfo arrollador", derivó en una serie de decisiones y eventos que cuestionarían profundamente su liderazgo. Aznar, ahora sin necesidad de pactos, se enfrentaría solo a las repercusiones de sus políticas.

El rechazo a la intervención en la guerra de Irak se convirtió en el clamor de un país. En 2003, multitudinarias manifestaciones en Madrid y Barcelona evidenciaron la oposición ciudadana, con un rotundo 90% expresando su desacuerdo, según datos del CIS. A pesar de ello, Aznar, alineado con las posturas de Estados Unidos, ignoró el rechazo popular.

Antes del desacuerdo bélico, la gestión de la catástrofe del Prestige expuso las debilidades del Gobierno. Las costas españolas, bañadas en petróleo, y el esfuerzo de miles de voluntarios reflejaron la crisis medioambiental y la insatisfacción con la respuesta oficial, marcando otro punto de inflexión en su mandato.

A los desafíos ambientales y de política exterior, se sumó el descontento interno. La propuesta de reforma laboral, conocida como "el decretazo", desencadenó una huelga general y protestas masivas. Este malestar social evidenciaba una desconexión creciente entre el Gobierno y la sociedad.

A pesar de alardear de una gestión económica exitosa, marcada por privatizaciones y elogios a corto plazo, el legado de Aznar se vio manchado por escándalos y controversias. Figuras clave de su gobierno, incluido Rodrigo Rato, enfrentarían consecuencias legales años después, subrayando un periodo de gobernanza marcado por la sombra de la corrupción. La legislatura de Aznar, culminando en los atentados del 11M y el cuestionamiento sobre la autoría, cerraría con la pérdida del Gobierno.