En 1964, España recibió su primera desaladora, proveniente de Guantánamo. Instalada en Lanzarote, esta tecnología revolucionaria eliminó la necesidad de transportar agua potable en barcos durante una década. Este hito marcó el inicio de una era en la que España se posiciona como un actor clave en el ámbito de la desalinización.

Con cerca de 770 desaladoras en todo el país (20.000 desaladoras en todo el mundo), impulsadas en gran parte por el gobierno de Zapatero, la política del agua ha sido una montaña rusa de controversias. La oposición, especialmente en Murcia y Valencia, rechazó la visión de González Pons, por entonces conseller en las Corts Valencianas, quien acusó a estas infraestructuras de ser las "centrales nucleares del mar". A pesar de los desafíos, estas plantas se convirtieron en un salvavidas ante la sequía.

Con las desaladoras que están en funcionamiento, España podría abastecer de agua a una población de 34 millones de habitantes. La planta de Barcelona, la más grande de Europa, ya suministra agua desalada a cinco millones de personas. Sin embargo, el interrogante persiste: ¿por qué no se implementa a mayor escala?

A pesar de su potencial, el alto costo de producción, tres veces mayor que el agua de un embalse, plantea desafíos económicos. La necesidad de incorporar energías renovables es crucial, ya que la dependencia actual del gas resulta costosa y contaminante. Además, la sostenibilidad ambiental enfrenta problemas, con la salmuera generada por estas plantas causando daños significativos a las praderas marinas y las especies que las habitan.