LA GUERRA CONTRA LOS COCHES

Entre normativas, etiquetas y restricciones: ser conductor hoy es una yincana

Ser conductor en 2025 no es lo que era. Antes bastaba con tener un coche, algo de gasolina y ganas de carretera.

Tráfico en el Paseo de la Castellana tras el apagón eléctrico en Madrid, España, el 28 de abril de 2025.

Tráfico en el Paseo de la Castellana tras el apagón eléctrico en Madrid, España, el 28 de abril de 2025.Europa Press

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Hoy, la experiencia de conducción está rodeada de un laberinto de etiquetas, normativas cambiantes y restricciones urbanas que convierten lo cotidiano en una auténtica yincana regulatoria. No importa si vas al trabajo o haces un viaje de fin de semana: el coche ya no es simplemente un medio de transporte, sino un punto de fricción constante con la administración.

Todo parece diseñado para disuadir. Desde los distintivos ambientales hasta las restricciones a la circulación en determinadas ciudades, pasando por peajes urbanos encubiertos, revisiones técnicas más estrictas o la amenaza constante de nuevas normativas que se deciden en despachos sin aire ni asfalto. El coche privado, especialmente el de combustión, se ha convertido en el chivo expiatorio ideal para una agenda política que lo ve más como un problema que como una herramienta de libertad.

Lo peor es que no hablamos solo de grandes ciudades. El cerco se extiende también al extrarradio y a núcleos medianos, con normativas que a menudo no entienden ni quienes las redactan. El conductor medio, que solo quiere desplazarse de forma eficiente, se encuentra en tierra de nadie: no puede cambiar de coche cada cinco años, pero tampoco puede circular libremente con el que ya tiene. La sensación de inseguridad jurídica se mezcla con la frustración. Y con razón.

Un sistema que penaliza al que menos culpa tiene

El marco legal actual penaliza a quien no puede permitirse un coche nuevo con etiqueta ECO o CERO. Las normativas no son progresivas ni adaptativas: son abruptas. Un coche perfectamente válido y bien mantenido de repente se convierte en “vehículo sucio”, a pesar de pasar la ITV sin problemas y emitir menos que muchos SUV modernos con hibridación de escaparate.

Se habla mucho de justicia ambiental, pero poco de justicia social. ¿Qué ocurre con los conductores que viven en pueblos o zonas periurbanas donde el transporte público es simbólico? ¿Qué ocurre con quien necesita su coche para trabajar, pero no gana lo suficiente para renovar su vehículo? Para ellos, la etiqueta no es verde ni azul: es una soga al cuello.

Todo esto sin entrar en las contradicciones de fondo. Se empuja al ciudadano a cambiar de coche por uno "más ecológico", pero luego se tolera que las fábricas produzcan sin límite o que las grandes flotas circulen sin trabas por criterios económicos. ¿De verdad creemos que prohibirle a un autónomo con un diésel Euro 5 acceder al centro va a salvar el planeta? No cuela.

El coche ya no es libertad: es ansiedad

Durante décadas, el automóvil fue sinónimo de libertad. Hoy, para muchos, es una fuente de ansiedad. La planificación de un simple trayecto incluye ya preguntas como: ¿tengo etiqueta adecuada? ¿Hay zonas restringidas? ¿Me multarán si aparco aquí? ¿Y si cambia la norma la semana que viene? La experiencia del conductor moderno está marcada por la duda constante.

A esto hay que sumar la inseguridad jurídica. Las normas cambian cada legislatura (o incluso cada legislador), las excepciones se interpretan de forma dispar entre municipios, y la falta de un criterio unificado provoca un efecto dominó de caos. ¿Puede un coche con etiqueta B entrar en Zaragoza? ¿Y en Sevilla? ¿Y dentro de seis meses? El desconcierto es generalizado.

Frente a este panorama, no sorprende que muchos vean el coche como un problema más que como una solución. Lo paradójico es que, en gran medida, lo es por culpa del entorno legal y no del coche en sí. La tecnología ha mejorado (coches más seguros, más eficientes, menos contaminantes), pero el marco regulatorio ha decidido hacerle la guerra. Y al hacerlo, ha declarado la guerra al conductor.

Coches circulando por autovía
Coches circulando por autovía | Europa Press

Más que una transición, es una emboscada

Desde las instituciones se insiste en que estamos en una “transición ecológica”, pero la realidad es que muchos ciudadanos lo viven como una emboscada. No hay alternativa real al coche en amplias zonas del país, pero se castiga su uso con medidas punitivas. Se invoca el futuro sostenible, pero se ignora el presente real.

En lugar de facilitar el cambio, se impone. El incentivo brilla por su ausencia, mientras que la sanción es omnipresente. Se habla de electrificación sin infraestructura, de car sharing en ciudades sin red de transporte, de movilidad blanda en regiones donde caminar diez kilómetros no es viable. Lo que podría ser una evolución lógica se convierte en una trampa absurda.

En medio de todo esto, el conductor medio sobrevive como puede. Se informa, adapta, reza para que no le multen. Y, sobre todo, se cansa. Se cansa de ser siempre el culpable, el que contamina, el que hay que fiscalizar, vigilar y penalizar. Quizá por eso cada vez más personas miran con nostalgia los años en los que conducir era algo sencillo, incluso placentero. Cuando el coche no era el enemigo.

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