Hace unas semanas, un reportaje de laSexta Columna volvió a poner en el centro de la escena una pregunta incómoda. ¿Cómo es posible que, 48 años después, ciertos sectores políticos en Argentina jueguen con las cifras de las víctimas de la dictadura? En un país aún marcado por las secuelas de aquellos años oscuros, la polémica sobre los números se revive, generando una mezcla de indignación y preocupación entre la población y los defensores de los derechos humanos.
Argentina ha sido pionera en la lucha contra la impunidad de los crímenes de lesa humanidad. En 1985, apenas años después del retorno a la democracia, el país llevó a cabo un juicio histórico contra los líderes de la dictadura, estableciendo inicialmente la cifra oficial de desaparecidos en 8.960. Sin embargo, este número fue pronto cuestionado por organizaciones de derechos humanos, que lo elevaron a 30.000, cifra que trascendió como un poderoso símbolo de resistencia y memoria colectiva.
La controversia actual, sin embargo, no gira en torno a la precisión numérica de la tragedia, sino al intento de desmantelar un símbolo que ha sido clave en la construcción de la memoria colectiva argentina. La figura de Javier Milei emerge en este contexto, no buscando una revisión histórica basada en la evidencia, sino apuntando a deslegitimizar el consenso sobre el pasado represivo del país. Este enfoque no solo minimiza el dolor de miles de familias, sino que amenaza con reabrir heridas aún no cicatrizadas.
El debate en Argentina se hace eco de una problemática global: cómo las sociedades recuentan y honran a sus desaparecidos. Mientras algunos países, como Chile, avanzan con iniciativas concretas como el 'Plan de Búsqueda' de Boric para localizar a los desaparecidos del régimen de Pinochet, otros, como España, aún luchan con el legado de sus dictaduras sin haber emprendido investigaciones oficiales.
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