El precio humano
Los ecos de las bombas: el legado invisible que las pruebas nucleares dejaron tras de sí
Las consecuencias Durante décadas, Estados Unidos y la Unión Soviética hicieron estallar bombas en desiertos y océanos para demostrar su poder. Hoy, esos lugares siguen contaminados y las familias que vivían cerca aún sufren cánceres de tiroides, pulmón o estómago, malformaciones y graves problemas en la piel.

33 años después del último ensayo atómico, Donald Trump ha dado la orden al Pentágono: Estados Unidos volverá a probar armas nucleares. Se acaba así una moratoria histórica que llevaba en pie desde 1992.
El movimiento llega justo después de que Rusia probara un nuevo misil nuclear y a las puertas de una reunión clave con el presidente chino, Xi Jinping. Trump asegura que no hay peligro, que solo quiere "igualar condiciones" y que sigue apoyando la desnuclearización global. Pero mientras habla de paz… reactiva el programa nuclear más poderoso del planeta y desafía de paso el tratado internacional que prohíbe los ensayos atómicos.
La historia ya ha demostrado lo que dejan las pruebas nucleares. Julio de 1945. Antes de lanzar las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, Estados Unidos probó un prototipo en el desierto de Nuevo México. Diez años después, los vecinos que vivían a menos de 20 kilómetros empezaron a morir de cáncer. Durante años, incluso se organizaban excursiones al lugar de la explosión. Una joven llamada Tularrosa fue embarazada; su hijo nació sin ojos.
El viento llevó los isótopos radiactivos por todo el país. Y, casi ocho décadas más tarde, los bisnietos de aquellos primeros afectados siguen arrastrando las consecuencias.
Después, Estados Unidos trasladó sus ensayos al Pacífico. En las Islas Marshall se realizaron 67 pruebas nucleares. Cinco islas quedaron totalmente destruidas.
Hoy, 70 años después, aún hay zonas que siguen contaminadas. En algunas, los niveles de radiación son tan altos que comer cocos está prohibido. Los vecinos han demandado al Gobierno estadounidense y han conseguido compensaciones millonarias, aunque ninguna cantidad de dinero puede reparar la devastación ambiental y humana que dejaron.
Durante la Guerra Fría, la Unión Soviética también hizo lo suyo. Su campo de pruebas, conocido como El Polígono, se convirtió en un laboratorio de muerte.
En secreto, cientos de explosiones dejaron una marca invisible pero letal: una década después, la población empezó a morir joven, a los 40 años. Cuatro generaciones más tarde, las enfermedades genéticas y los cánceres siguen golpeando la zona.
El daño es irreversible
Cánceres de tiroides, pulmón o estómago. Malformaciones en recién nacidos. Problemas en la piel. Ecos de radiación que duran siglos. Donde explota una bomba nuclear, nada vuelve a ser igual.
En algunos puntos del Pacífico, los niveles de radiación aún son 1.000 veces más altos que en Chernóbil. La detonación no solo destruye el paisaje: borra cualquier forma de vida a su alrededor.
El regreso del fantasma nuclear
En 1963, las potencias firmaron un acuerdo para prohibir los ensayos nucleares en la atmósfera. Desde entonces, solo se permiten bajo tierra, y Corea del Norte era el único país que los había hecho en el siglo XXI. Hasta ahora.
Con su última orden, Trump rompe tres décadas de contención y reabre un capítulo que el mundo creía cerrado. Y lo hace, además, en un momento de máxima tensión internacional.
El reloj del fin del mundo, que marca lo cerca que estamos del desastre nuclear, acaba de adelantar unos segundos más.
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