Entre las 17 Comunidades Autónomas de España, solo 8 disponen de residencia oficial para sus presidentes. Destacan lugares de ensueño como el Palacio de Ajuria Enea, un majestuoso edificio en Vitoria adquirido en 1980 por el gobierno vasco. Aunque inicialmente fue destinado a ser hogar de los lendakaris, la realidad es que Iñigo Urkullu prefiere residir en Durango con su familia, utilizando el palacio solo en funciones oficiales y evidenciando la dualidad entre la tradición y la vida contemporánea de nuestros políticos.
La situación en Galicia es similar, donde Alfonso Rueda, presidente de la Xunta, alterna entre su domicilio en Pontevedra y el Palacio de Monte Pío en Santiago de Compostela. Este último, erigido por Manuel Fraga hace veinte años y caído en desuso hasta hace poco, refleja cómo las preferencias personales influyen en el uso de estas imponentes propiedades, incluso más allá de sus obligaciones oficiales.
Cataluña y Madrid presentan casos peculiares en cuanto al uso de sus residencias. La Casa dels Canonges, oficialmente destinada al President de la Generalitat, raramente ve ocupantes permanentes desde los días de Taradellas. La polémica surgió cuando Quim Torra se aisló allí durante la pandemia, mientras que críticas similares afloraron en Madrid hacia su presidenta por optar por un apartahotel de lujo. Estas situaciones subrayan las diferencias en la percepción pública del alojamiento de los políticos durante tiempos de crisis.
Finalmente, otras comunidades como Extremadura y Canarias, junto a Andalucía y Castilla-La Mancha, cuentan con residencias oficiales que permanecen sin uso, planteando interrogantes sobre la eficiencia y la necesidad de estas propiedades en la política moderna. Mientras tanto, en la mitad de las comunidades, las residencias oficiales son cosa del pasado, vendidas o nunca adquiridas.
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