Felipe VI ha inaugurado oficialmente la nueva sede del Colegio Oficial de Registradores de la Propiedad, un gesto que, aunque típicamente regio, palidece ante la ausencia de una actividad que ha sido intrínseca a la monarquía durante siglos: la concesión de títulos nobiliarios. En diez años de reinado, no ha surgido un solo nuevo duque, marqués o conde bajo su cetro, una decisión que rompe con la tradición de sus antecesores y marca un punto de inflexión histórico.

La potestad de conceder honores y distinciones, una prerrogativa real consagrada en la Constitución, ha sido notablemente ignorada por Felipe VI. Esta renuencia no solo plantea preguntas sobre la visión del rey respecto al simbolismo y la relevancia de la nobleza en la España contemporánea, sino que también invita a la reflexión sobre la evolución de la monarquía en un mundo que valora cada vez más la meritocracia sobre el linaje.

Aunque reticente a conceder nuevos títulos, el rey no ha dudado en retirarlos cuando la situación lo amerita, como en el caso de su hermana Cristina, a quien se le revocó el título de Duquesa de Palma. Esta acción, enmarcada en la capacidad real de rectificar honores previamente otorgados, subraya una postura de integridad y adaptación a los principios éticos actuales, especialmente en casos donde los títulos se encuentran en disonancia con los valores democráticos y de memoria histórica.

La falta de nuevos nobles suscita un debate en los círculos aristocráticos sobre la relevancia de la nobleza en la sociedad actual. A diferencia de su padre, Juan Carlos I, quien enriqueció la nobleza con figuras destacadas de la política, la cultura, y el deporte, Felipe VI opta por un camino que parece cuestionar la misma esencia de estas distinciones. Al no perpetuar la tradición de conceder títulos, el Rey parece enviar un mensaje claro: la España de hoy debe encontrar nuevas formas de reconocer y celebrar los logros y contribuciones de sus ciudadanos, más allá de los títulos heredados y las coronas.