Lo aclaró a la prensa: se pronuncia 'Liberachi', un nombre que estaba a la altura del estilo de vida de la persona que lo portaba. Su infancia estuvo dedicada al piano, alejado de sus compañeros de aula, que se burlaban de su excentricidad. Porque el joven Walter ya apuntaba maneras en lo que luego fue una de sus señas de identidad: el vestuario estridente.

Siempre con un candelabro encima del piano, Liberace supo utilizar a su favor una imagen opulenta, verdadero imán para la audiencia. Virtuoso del piano, combinó lo clásico con la música popular. Afable y cercano a su público, siempre decía que él 'no daba conciertos, sino que montaba espectáculos', y tenía toda la razón. Disfrutaba de ser el centro de atención. Pero en una época donde se condenaba la homosexualidad, nunca llegó a hablar abiertamente sobre sus relaciones.

Ya en 1955, entre su programa de televisión y sus shows, ganaba más de un millón de euros al año, había tocado para Harry Truman y la reina de Inglaterra, y tenía más de 200 clubes oficiales de fans. En todas sus posesiones, desde su limusina a su piscina, imprimía su sello: el piano.

A 100 años de su nacimiento, Liberace aún se recuerda como ese hombre que acercó la música clásica a las masas... y tan brillante, como sus trajes.