Gistau era diferente a todos. No necesitaba lanzar destellos para ser espléndido. Al contrario de lo que ocurre con los columnistas de la escuela de González-Ruano, el bueno de Gistau no tenía tendencia a embriagarse con el sonido de su propia voz. Para nada. En todo caso, su estilo era el de un arponero, un hombre dispuesto a servirse de su arma afilada para dar caza a la Ballena Blanca.

A principios de este siglo, Gistau empezó a llamar la atención desde las páginas del diario La Razón. Por entonces, era un jovenzuelo de pelos largos que nos hacía trucos de magia verbal; ilusionismo de cerca donde siempre dejaba claro que lo visible no es lo más importante. Bien sabía que la importancia del texto reside en la materia que lo soporta, es decir, en lo que no se dice. La 'Teoría del Iceberg', desarrollada por Hemingway, tuvo en David Gistau su ejemplo. Tan sólo hay que leer un poquito a Gistau para darse cuenta de que la esencia de todo lo que escribía estaba bajo el pellejo de todo lo que escribía, no sé si me explico.

De La Razón saltaría a El Mundo, un fichaje de campanillas donde arrancó su sección de perfiles en la que tuve el gusto de aparecer. Así nos conocimos. Lo que más me llamó la atención de nuestro primer encuentro fue comprobar que Gistau no era un periodista de magnetófono. De vez en cuando, tomaba una nota taquigráfica en un pequeña libreta que le cabía en la palma de la mano "¿Cuándo sale?" pregunté . "Mañana -contestó en tono indiferente- Mañana sale y en un rato tengo que entregarla al periódico". Era un joven que ya tenía el oficio de un viejo.

Por estas cosas, David Gistau pronto se convertiría en el jefe de una tribu de nuevos columnistas; una pandilla de barbas y melenas fogueada en la sección deportiva de los periódicos. Buenos chicos, aunque a veces se quieran hacer los malotes por dar trabajo a la policía. Con todo, David Gistau destacaba del resto, además de por su oficio y su manera de contar, por su ojo clínico; eso que científicamente se conoce como glándula pineal y que nos ayuda a percibir lo invisible a los ojos. Por decirlo de una manera terrestre, David Gistau tenía las antenas bien puestas.

Las veces que coincidíamos, hablábamos de todo un poco, pero, sobre todo, hablábamos de boxeo y literatura, y con ello del reportaje fundacional en forma de libro que escribió Norman Mailer con motivo de la velada pugilista que tuvo lugar el 30 de octubre de 1974 en Kinshasa, Zaire, donde se enfrentarían George Foreman- campeón de los pesos pesados- y Cassius Clay, rebautizado como Muhammad Alí. Norman Mailer desciende con gesto macho hasta el lugar donde el corazón se envuelve en tinieblas, territorio mítico conradiano, para convertirse en la sombra de Muhammad Alí. Llega incluso a correr con él en los entrenamientos, eso sí, con su debida ingesta alcohólica. Porque Mailer siempre fue mucho Mailer. Con estas cosas, el autor norteamericano consigue elaborar un libro- reportaje, titulado 'El Combate', reeditado hace unos años por la editorial Contra.

Se trata de un libro esencial para todas aquellas personas a la que les guste leer crónica deportiva; un reportaje que dejó una huella profunda en el oficio, no sólo por ser el documento de uno de los combates más legendarios de la historia del boxeo, sino por estar armado con una fuerza narrativa poderosa. 'El combate' es la muestra de la virilidad de una escritura hoy en desuso y que David Gistau tomaba como modelo a la hora de construir sus piezas. Ya puestos, no sobra señalar que la relación que Gistau mantenía con las empresas editoras que publicaban sus artículos era una relación que beneficiaba al gremio. Me explico, porque Gistau nunca trabajó de gratis. Siempre pedía dinero por su trabajo. Sabía que, para que el oficio no se extinga, hay que entrar exigiendo, reclamando el derecho a la retribución.

En estos tiempos, en los que tantos niñatos -y niñatas- trabajan en el periodismo escrito a cambio de visibilidad, es de agradecer posiciones como la de Gistau, siempre dispuesto a encararse a la Ballena Blanca para reclamar su deuda pendiente.