El pasado fin de semana se celebró el primer concierto multitudinario desde el inicio de la pandemia. Asistieron casi 5.000 personas. El problema no es si se cumplieron las medidas sanitarias, el problema es la falta de coherencia y de ejemplaridad.

El aforo del recinto se redujo al 30%, había más de un metro de separación entre grupos, el uso de mascarillas era obligatorio y el aire se renovaba cada doce minutos. Todo bajo el lema "cultura segura". Me pregunto qué es lo que se quiere demostrar. Si no se produjo ningún contagio, lo que sería el mejor escenario posible, qué mensaje se está mandando. Y si se produce algún contagio, qué sucederá entonces con la cultura que se pretende salvar.

Las medidas sanitarias son las que son y se cumplieron. El límite está fijado en el porcentaje de aforo permitido, no en el total de asistentes. Por eso puedo ir al teatro y compartir función con otras veinte personas sentadas a una distancia de tres o cuatro butacas. Si se produjese un contagio, es más probable que este fuese limitado, fácil de rastrear y no provocase un gran revuelo. Esto es así con veinte personas, no con 5.000. Hay una diferencia sensible.

La cultura es un sector que está sufriendo mucho en esta pandemia, por eso hay que ser especialmente cuidadosos. Los eventos multitudinarios son los que tienen mayor repercusión, pero son solo una pequeña parte de la oferta cultural. Si algo sale mal en un concierto con miles de asistentes, el error lo va a pagar la cultura al completo. Por eso, hasta que la situación epidemiológica no mejore, hay que apostar por eventos culturales de mediano y pequeño formato.

No es compatible limitar los contactos en Navidad a seis personas y al mismo tiempo permitir la reunión de miles. Tengo amigos que no han visto a sus padres en meses. Ni a sus parejas.

La falta de ejemplaridad es una llamada a la rebeldía. Las imágenes del concierto causan ese efecto. Si las administraciones permiten una aglomeración así, cómo se van a entender las restricciones a la movilidad y las recomendaciones sanitarias. Esto se interpreta como una falta de coherencia, que lo es. Se permiten reuniones de 5.000 personas, pero no de diez. No solo es una cuestión de riesgo sanitario, o de probabilidad de contagio, sino una cuestión moral.

Este suceso no fue el único. En octubre, un día después de la declaración del estado de alarma y del toque de queda en todo el territorio español, se celebró una cena con motivo del aniversario de un periódico a la que acudieron varios miembros del gobierno. 80 personas cenando en un recinto cerrado. Se cumplieron todas las normas sanitarias del momento. Pero ese no fue el problema, sino la falta de coherencia y de ejemplaridad. Esto es lo mismo.

En un artículo periodístico leo a uno de los gestores del concierto: "No es un acto de valentía, sino de responsabilidad". Esto me lleva a reflexionar acerca de la moralización de la pandemia y de lo acostumbrados que estamos a esta retórica perversa y descarada. Las palabras "valentía" y "responsabilidad" no sirven para esta situación, le vienen muy grandes.

Hay que diferenciar entre lo que se puede hacer y lo que se debe hacer. Se trata de una cuestión moral. La moralización de la pandemia se está estudiado desde la filosofía y la psicología. La moralización consiste en considerar un asunto como moral, es decir, hacer una distinción entre qué está bien y qué está mal.

La moralidad se puede interpretar desde la psicología como un mecanismo que permite resolver problemas de coordinación en grupos humanos. Cuando se requiere de un cambio de conducta rápido y eficaz, como está ocurriendo en la pandemia, la moralización es un mecanismo de gran utilidad. Se reducen los grises y los comportamientos se limitan a blancos y negros, buenos y malos. El distanciamiento o el uso de mascarilla se entienden como buenas conductas, sin grises.

La moralización es útil en este caso, pero tiene sus inconvenientes. Las personas que no se comportan como es debido se estigmatizan y se culpabilizan. Esto tiene dos efectos, uno es que esto los lleve a cumplir con las medidas "por el qué dirán", y otro es que las conductas inapropiadas se oculten como se ocultan los pecados. De ahí que se escondan los contagios, que se mienta en los rastreos, o que se opte por la clandestinidad. Esto sucede porque se espera ejemplaridad en los actos. Dicho de forma más simple: además de serlo hay que parecerlo.

Quienes condenan y culpabilizan a los demás lo hacen desde dos perspectivas, o egoísta o altruista. Moralizar por egoísmo significa que cuanto más probable es que uno se beneficie del cumplimiento público de las medidas que se moralizan (distanciamiento, mascarilla…) más probable es que apoye la moralización. Moralizar por altruismo significa hacerlo por el bien común o por el bien de los demás. Según este estudio, la moralización se produce sobre todo por egoísmo. La gente moraliza más si eso le aporta algún beneficio.

A lo largo de la historia, una estrategia eficaz para hacer que las personas adopten cambios de comportamiento ha sido condenar moralmente a quienes no se comportan de manera apropiada. El distanciamiento es una de las principales recomendaciones sanitarias, pero mantenerlo requiere cambios significativos en las conductas habituales. En este estudio sobre ocho democracias occidentales durante la pandemia de COVID-19 se ha examinado hasta qué punto la gente (1) encuentra justificado condenar a aquellos que no mantienen el distanciamiento en público y (2) culpar a los ciudadanos comunes por la severidad de la pandemia. Los resultados demuestran que el distanciamiento se ha convertido en un problema moral en la mayoría de los países en las primeras fases de la pandemia. Además, se ha identificado que los predictores más importantes de moralización son la edad, la confianza social y la confianza en el gobierno. Salvo pequeñas diferencias, este patrón se observa en todos los países de la muestra. Si bien la moralización fue alta durante la primera ola de la pandemia, los análisis también indican que la moralización es menor en la segunda ola, lo que potencialmente hace más difícil involucrarse en cambios de comportamiento suficientes.

Las cifras de mortalidad y contagios son terribles, cercanas a las de la primera ola. Un concierto con casi 5.000 asistentes en abril habría sido un disparate, tanto sanitario como moral, sobre todo moral; pero ahora se trata como objeto de debate. Pasan los meses y el horror se convierte en costumbre.

Ahora se sabe más sobre las vías de transmisión del virus y hay más recursos para esquivarlo, y es más fácil hacer cumplir las medidas sanitarias en un teatro con vigilancia que en el salón de casa. Sé en qué se fundamenta la sensación de seguridad que ofrecen dos butacas de distancia. Sé por qué se ha celebrado ese concierto. Sé por qué se ha permitido. Sé por qué esa gente ha ido. No han hecho lo correcto, pero los sesgos de confirmación y de optimismo han sido más fuertes. Han sobrevivido todos estos meses, como para no confiar en su suerte. Pero la realidad es que están falleciendo más de cien personas al día y no está permitido visitar a tus padres en una ciudad que está a solo sesenta kilómetros. Por eso se habla en términos de respeto y empatía. Porque lo permitido no es lo mismo que lo debido. Es una cuestión moral. La vida está en juego, la cultura también.