Tendemos a creer que nosotros mismos respetamos las normas más de lo que lo hacen los demás. En algunos casos esto es cierto, pero en otros es solo un espejismo.

La fiesta en un colegio mayor en la que se contagiaron 161 personas. Bares que mantienen la actividad a puerta cerrada más allá del toque de queda. Desalojo de casas en las que se hacen reuniones multitudinarias sin mascarilla, sin distancia de seguridad y sin ventilación. Durante el puente del Pilar presencié cómo la policía acudía a mi barrio a desalojar fiestas privadas totalmente desmadradas a las tantas de la mañana.

Sesgo de optimismo

Hace más de cien años, la revista científica Science publicó un artículo sobre las lecciones de la pandemia de gripe española. El documento argumentó que hay tres factores principales que se interponen en el camino de la prevención: (i) las personas no aprecian los riesgos que corren, (ii) el aislamiento rígido como medio para proteger a los demás va en contra de la naturaleza humana, y (iii) las personas a menudo actúan inconscientemente como un peligro continuo para ellas mismas y para los demás.

Recientemente se ha publicado un estudio en el que se evalúan las motivaciones que están llevando a las personas a seguir las recomendaciones sanitarias para evitar la transmisión del coronavirus. Uno de los resultados del estudio es que las personas tienen más confianza en sí mismas que en las demás a la hora de respetar las medidas para frenar el virus. La confianza en los demás parece clave en nuestro comportamiento: los que menos confían en la sociedad a la hora de seguir las recomendaciones sanitarias son quienes menos las cumplen.

En este metaestudio, también publicado recientemente, se analiza la influencia de la información, la cultura y el contexto social en el comportamiento, y cómo todo esto afecta al seguimiento de las medidas de prevención en la pandemia de Covid-19. Uno de los aspectos psicológicos más destacados del estudio es el «sesgo de optimismo»: la creencia de que es menos probable que las cosas malas le ocurran a uno mismo que a los demás. Si bien el sesgo de optimismo puede ser útil para evitar las emociones negativas, puede llevar a las personas a subestimar su probabilidad de contraer la enfermedad y, por lo tanto, a ignorar las advertencias de salud pública.

Desinformación, ciencia y política

En este estudio también se analiza la importancia de la información y la comunicación científica en el éxito del seguimiento de las recomendaciones sanitarias. En el contexto de sobreinformación actual resulta difícil apreciar la enorme variabilidad de calidad informativa. Esto ha ayudado a la proliferación de noticias falsas, desinformación y teorías de la conspiración.

Otra de las variables analizadas ha sido la información. Los investigadores han llegado a la conclusión de que las personas más informadas son las que tienen una percepción más alta del riesgo y son las que más se adhieren a las normas de distanciamiento social y de higiene. La calidad de la comunicación científica es fundamental para promover los comportamientos saludables.

Desde mi experiencia como científica y como comunicadora, la desinformación está siendo crucial en el fomento de comportamientos irresponsables inconscientes. Hay un tipo de desinformación que considero notoria: la desinformación sobre cuáles son las recomendaciones sanitarias. A estas alturas hay demasiada gente que todavía no tiene claras cuáles son las recomendaciones sanitarias oficiales.

Sobre esto antes quiero dejar claros antes un par de conceptos. Hay que diferenciar las «autoridades sanitarias» de las «administraciones» (o gestores políticos). Las autoridades sanitarias son quienes representan el consenso científico. Se están encargando de reunir toda la evidencia científica generada sobre el coronavirus y con ello establecer una serie de recomendaciones sanitarias generales. Como es natural, la mayoría de los comunicadores científicos nos hemos dedicado a compartir y explicar esas recomendaciones.

Por otra parte, las administraciones de cada territorio son libres de gestionar los recursos y tomar las medidas que vean oportunas, en consonancia con las recomendaciones de las autoridades sanitarias o no. En el «o no» está el quid del asunto. Hay variables económicas, culturales y sociales a tener en cuenta. Eso es política.

Necesitamos buenas medidas y recursos suficientes para vencer la pandemia. La ciencia no es garantía de éxito, pero es nuestra única posibilidad. Cuando las decisiones políticas no van al compás del conocimiento científico, ni tampoco tienen una justificación de otra índole (social, económica…), el desastre está garantizado. Por eso la lucha contra esta pandemia es científica, pero también es política. Ambas son necesarias.

Recientemente cincuenta y cinco asociaciones de médicos y enfermeras que representan a unos 170.000 profesionales han hecho público un manifiesto titulado «En salud, ustedes mandan pero no saben» en el que proponen medidas para que los políticos pongan en marcha para luchar más eficazmente contra el coronavirus. Creo que en este momento necesitamos más alianzas que divisiones, en general. Por ejemplo, desde el punto de vista científico no tiene sentido cerrar parques y zonas verdes, y así se hizo notar por parte de la comunidad. Desde el punto de vista estrictamente sanitario tampoco tiene sentido permitir actividades sin mascarilla en espacios cerrados, pero no es potestad de los científicos decidir cerrar bares, discotecas o gimnasios. El impacto económico de una medida así no es una cuestión menor y las consecuencias podrían agravar todavía más la situación.

Ahora soy más consciente de que esta diferencia entre ciencia y política no ha estado del todo clara. Esto ha inducido comportamientos anticientíficos y egoístas. Gente que se ha revelado contra el consenso científico y las autoridades sanitarias que lo representan, creyendo que con ello estaban revelándose contra los gestores políticos. En EEUU llevar mascarilla se ha convertido en un tema partidista: los demócratas reconocen usar más la mascarilla que los republicanos.

Al principio de la pandemia en España lo vimos con grupos de personas que hicieron acopio de mascarillas y medicamentos, saltándose las recomendaciones sanitarias; movidos por el miedo, el desconocimiento y el egoísmo. Más adelante lo vimos con las mascarillas caseras y métodos de desinfección precarios que desgraciadamente aún persisten, como los disparates de calentar las mascarillas, echarles alcohol o dejarlas en cuarentena. Todo este batiburrillo de desinformación ha causado la impresión en muchas personas de que las recomendaciones de las autoridades sanitarias han fluctuado demasiado y no son claras. No ha sido así. De hecho, las autoridades sanitarias han sido extremadamente prudentes a la hora de variar sus recomendaciones, y solo lo han hecho cuando han considerado que las nuevas evidencias científicas son lo suficientemente sólidas.

Ninguna autoridad sanitaria ha recomendado nunca meter las mascarillas en el horno, por ejemplo. Estas recomendaciones disparatadas han salido de algunos medios de comunicación y administraciones que no respetan a las autoridades sanitarias ni al consenso científico. No son visionarios, son imprudentes. Con su desinformación han promovido los comportamientos irresponsables.

Comportamiento irresponsable: por gusto o por necesidad

El último artículo publicado en Nature sobre el uso de mascarillas podría resumirse de la siguiente manera: «Las mascarillas funcionan, pero no son infalibles». La ciencia apoya el uso de mascarillas y estudios recientes sugieren que podrían salvar vidas de diferentes maneras: reducen las posibilidades de transmitir y contraer el coronavirus, y algunos estudios insinúan que podrían reducir la gravedad de la enfermedad.

La pregunta es: ¿El tipo de mascarillas y el uso que se está haciendo de ellas en la vida real está funcionando? Para los sanitarios está claro que sí, porque llevan mascarillas homologadas y las usan como es debido. ¿Y el resto que no las habían usado nunca? En el artículo de Nature hay científicos con opiniones para todos los gustos.

Cada vez que salgo a la calle veo a mucha gente que no lleva mascarillas adecuadas ni las usa correctamente. Algunos llevan cualquier cosa (sin homologar, con un diseño que no se ajusta a la cara, fabricada con materiales sin garantías...) o que no hacen un buen uso de ellas (no la llevan bien colocada, se la retiran para hablar por teléfono...). Cumple la función de quita multas y poco más. Por eso las preguntas sobre las mascarillas van más allá de la biología, la epidemiología, la física o la química. El comportamiento humano es fundamental para valorar cómo están funcionando.

Al principio de todo, cuando sabíamos mucho menos sobre la transmisión del coronavirus, las autoridades sanitarias se resistieron a recomendar el uso generalizado de mascarillas. Primero, porque la evidencia científica era más escasa que la actual; segundo, porque no se puede recomendar usar algo de lo que hay desabastecimiento, porque sería el caos; y tercero y último, para mí muy importante, había que tener en cuenta la cultura de cada territorio, sus usos y costumbres, para valorar si una medida así reportaría beneficios significativos. Qué importante es la idiosincrasia en el éxito de casi todo.

En Reino Unido se hizo un estudio para examinar las percepciones de riesgo y las respuestas conductuales de la población adulta durante la fase inicial de la pandemia, cuando las administraciones ya habían aconsejado que se detuviera el contacto no esencial con otras personas, que se cancelasen todos los viajes innecesarios y que se adoptasen medidas de distanciamiento, entre ellas el aislamiento y el teletrabajo. De los casi 2.000 encuestados, el 94,2% informaron haber tomado al menos una medida preventiva: el 85,8% se lavó las manos con jabón con más frecuencia, el 56,5% evitó las zonas concurridas y el 54,5% evitó los eventos sociales. La adopción de medidas de distanciamiento social fue mayor en los mayores de 70 años en comparación con los adultos más jóvenes de 18 a 34 años. Aquellos con los ingresos familiares más bajos tenían seis veces menos probabilidades de poder trabajar desde casa y tres veces menos probabilidades de poder aislarse. La capacidad de autoaislamiento también fue menor en los grupos étnicos minoritarios. Es decir, la capacidad para adoptar y cumplir determinadas medidas es menor en las personas más desfavorecidas económicamente de la sociedad. Así que hay irresponsables por gusto e irresponsables por necesidad.

El riesgo cero no existe: entre lo necesario y lo posible

No hay que hacer la vida tan segura como sea posible, sino tan segura como sea necesario. El principio de precaución plantea el dilema de cuál es el nivel de riesgo tolerable. Partimos de que el riesgo cero no existe. Incluso tomando todas las precauciones, siempre pueden surgir contingencias. En esta pandemia podemos minimizar el riesgo de contagio con mascarilla, distancia, higiene y espacios bien ventilados. El riesgo se minimiza, pero nunca podemos decir que es cero.

Por analogía, los accidentes de tráfico son una de las principales causas de muerte entre los jóvenes y no por ello se prohíbe conducir, ni se prohíben los coches. Se toman medidas para minimizar el riesgo: límite de velocidad, señalización, uso de cinturón y todas las tecnologías que incorporan los automóviles para ampliar la seguridad en la conducción. El riesgo cero no existe, pero se procura que conducir sea tan seguro como sea necesario.

En esta pandemia tengo la percepción de que hay demasiada gente que no está haciendo lo necesario. Algunos porque no pueden, otros porque no les da la gana, y otros porque la desinformación les ha llevado a elegir mal. Me refiero tanto a particulares, como a empresas y administraciones.

A título individual hay que tener en cuenta los sesgos para hacer autocrítica. Exceptuando casos de irresponsabilidad extrema (esos no leerán este artículo), tendemos a ser más indulgentes con nosotros mismos de lo que lo somos con los demás. Esta es la pregunta a la que deberíamos responder: si hoy dieses positivo en COVID-19, ¿a cuántas personas tendrías que avisar? ¿Qué situaciones podrías haber evitado y cuáles se escapan a tu control?