El sábado por la mañana se levanta temprano. Es así desde que nació, madrugadora. También un poco vaga. Se traslada de la cama al sofá y ahí estirará huesos y músculos. Tiene hambre, pero esperará un rato. Ya sabe que su madre acabará proponiéndole lo que más le gusta: un par de huevos revueltos con sal y hierbas provenzales. Un vistazo al móvil, claro, porque para eso no hay pereza. Y la primera petición del día: "¿Mamá, puedo ver Skam?".

Su madre le dirá que sí con una sola condición: que al acabar el capítulo, haga algo de deberes, aunque lo imprescindible este fin de semana es el cambio de armario, como todos los otoños. Ahí están las cajas bajadas del altillo como testigos. Aceptará, no le queda más remedio.

Este cambio de ropa, piensa, no es como los anteriores. Ya tiene una edad en la que no basta con sustituir las camisetas por los cuellos vueltos, los bañadores por los abrigos. Sus hormonas adolescentes le dicen, o más bien le ordenan, que es hora de tomar decisiones. De decir adiós a los vestiditos, los cuellos babero, los estampados color pastel. ¿O no?

Tienes que decantarte, le dicen. Ya no eres una niña. Tú verás lo que haces. O rapera o lolita, o cayetana o bohemia. Duda porque cree ser un poco de todo eso. ¿Y qué tal un poco hípster? Al fin y al cabo, tienes su parte cultureta. Que se note que eres empollona, pero no altiva. Y esas bailarinas en las que tanto se empeña tu madre no las tires. Eso sí, al instituto eso no lo lleves, que serás demasiado observada, y a ti te gusta pasar inadvertida. Eso sí, zapatillas de deporte, todas. Nunca son suficientes.

Es muy probable que usted y yo no sepamos nunca si la escena anterior es lo que muy en el fondo ansían Leonor y Sofía. Si, cuando nadie las ve, hacen lo que el resto de los adolescentes de España. Si han cambiado a Kurosawa por Élite. Si, como cualquiera que haya llevado uniforme al colegio, se dan disimuladamente una vuelta a la cinturilla de la falda para enseñar menisco.

Si tienen una cuenta de Instagram en las que recurren a pseudónimos, porque quieren observar, sin filtros, lo que ocurre fuera de las paredes del Palacio de la Zarzuela.

Si, cuando ningún adulto las escucha, envidian la vida que llevan sus primos. El bendito anonimato de los Urdangarín, la vida loca de los Marichalar. Ninguno de ellos sujeto a miradas, a protocolos, a expedientes académicos que brillen más que el sol.

Y mientras, ellas, sin poder descocarse. Eternamente unidas a mamá, que a base de disciplina y toneladas de comentarios despectivos cargados de clasismo, aprendió a caminar con la columna vertebral en la posición correcta, a gesticular lo justo, a dosificar las palabras.

Y mientras, ellas, con escasa autonomía para elegir vestuario. Con un fondo de armario más bien de señoritas pero sin pasarse, no vaya a ser que las comparen con su abuela. Que no es que no la quieran. Es que son casi siete décadas de diferencia.

Y esa irritante manía con las faldas por debajo de la rodilla, como las monjas cuando visten de calle. Por supuesto, ni hablar de prendas ajustadas, no vaya a ser que alguien comente. Y la espalda, recta como la de mamá.

Por no hablar del pelo, tan largo y con peinados a prueba de ciclogénesis. Porque si un día dicen que lo quieren corto como un chico, a más de uno le da un parraque. Pero es que mira. Las dos, tan rubias, tan perfectas, y con lo cómodo que es un moño bajo. Y qué manía, por qué no decirlo, con tirar de plancha para apariciones públicas. Ni que fueran Inés Arrimadas. Aunque no todo va a ser malo, claro. Quizá piensen que por lo menos ya no las visten iguales.

A veces se preguntan en qué edad están. Si no deberían estar un lunes en el colegio, con el mismo gesto de hastío que sus compañeros al empezar la semana, en vez de aguantar subidas a una tarima. Tantas horas de pie, sin mostrar cansancio, tampoco efusividad.

Ni una mueca, ni un mohín, mientras celebran la festividad del 12 de octubre con sus padres y un montón de autoridades a las que recuerdan haber saludado en otros tostones, digo, ocasiones como ésta. Y Leonor estrenando tacones. Qué han hecho ellas para merecer esto. Pero no pueden decirlo. Si acaso una a la otra.

Pero eso no es todo. También esta semana tocan los premios Princesa de Asturias, de los que se han dicho tantas veces que son los Nobel patrios, aunque no tantas veces como eso de que los Globos de Oro son la antesala de los Oscar. Otra vez a saludar, a comportarse, a destacar pero no porque ellas quieran, otra vez a ser ejemplo, a mostrar cercanía pero no campechanía, que esa palabra ahora está gafada.

Y, como siempre, porque también va en el cargo y en privilegio, a aguantar la mofa, también la lisonja. Y toca que una niña de 15 años dé un discurso emocionado pero no afectado, institucional pero pegado a la tierra. Una quinceañera que busca la mirada de sus padres y de paso su aprobación, después de tantos ensayos. Que busca los ojos de su hermana.

Qué ganas de que acabe la semana, pensarán. Y de atarse los cordones de las zapatillas. Aunque sea para estar en casa.