"El maltrato está dentro de mí". "Cargo con una mochila demasiado pesada". Estas frases son testimonios reales de personas –ya adultas– que fueron víctimas de violencia vicaria en sus infancias. Fueron pronunciadas durante una campaña del Gobierno del Principado de Asturias hace dos años y no dejan de mostrar una realidad estremecedora. ¿Cómo es vivir con un padre que pega a tu madre? ¿Cómo se sobrevive a la violencia de tu padre contra ti para vengarse de tu madre? ¿Cómo se sale adelante? Esas mochilas, ¿cómo nos limitan a la hora de seguir andando nuestro camino?
En esencia, ¿qué hacer con esa herencia? Quizá el mejor ejemplo pueda ser el de Estrella* (nombre ficticio para salvaguardar su identidad), una sobreviviente de violencia machista en prácticamente todas sus vertientes –vivió la violencia vicaria cuando era pequeña y una de sus parejas la maltrató siendo ya adulta– que ha encontrado su camino tirando de sororidad: ayudando y apoyando a otras mujeres que pasan el mismo trance. "Parecía que esas frases las habíamos redactado mis hermanos y yo", reflexiona sobre la campaña asturiana. "Esto es algo que llevas en el ADN para toda tu vida", añade sobre su experiencia.
La suya no es una historia de redención, no es un cuento de hadas que empieza mal pero acaba en una carroza tirada por ratoncitos convertidos en caballos mientras cantan los pajaritos. No. Es una historia demasiado real, demasiado pegada a la tierra, demasiado regada con lágrimas. "De aquellos lodos"... comenta con un atisbo de resignación en conversación con laSexta.com. La suya tampoco es una historia excepcional. Su relato es el de muchas, el de demasiadas. Precisamente por eso es tan importante conocerla, porque ella misma cuenta cómo no fue hasta que descubrió que había muchas más familias como la suya cuando al fin se sintió comprendida.
"Ahora estoy en paz con la vida", suspira sonriendo cuando empieza a hablar. El camino, en cambio, no ha sido fácil. Sus padres se casaron a finales de los 60 y prácticamente desde el inicio comenzaron los golpes: "Mis primeros recuerdos de violencia son desde muy pequeña, de respirar el miedo en mi casa'', cuenta. Como muestra, un doloroso botón: "Estando mi madre embarazada, llegó a darle una patada en la tripa", rememora.
Se crio en una familia numerosa de padre militar y madre ama de casa que se movieron por varios puntos de la península por el trabajo del padre. Ciudades grandes y pequeñas. Cuarteles y bloques de pisos. "Fue horrible", simplifica. "Recuerdo un episodio… una bronca. Mi madre salió de casa a pedir auxilio y mi padre se plantó con el arma reglamentaria". Y así una y otra vez.
"Yo he visto que la amenazaba con el cuchillo", ejemplifica. El resultado es que en casa "se respiraba miedo". Porque los golpes duelen, huelen y se escuchan. "Me recuerdo a mí misma con la almohada encima de la cabeza para no oír", cuenta, y añade que su trauma aún continúa: "De hecho todavía duermo con la almohada encima de la cabeza". Y no es la única 'manía' que le viene de aquel infierno. "Yo no puedo ver a hombres rubios con ojos azules, como mi padre, y a mi hermana le pasa lo mismo", ejemplifica.
"Los [hermanos] mayores nos reuníamos en un cuarto de baño para planear el asesinato de mi padre. No lo hubiéramos hecho, pero su muerte era nuestra liberación".
Su infancia y su adolescencia fueron con la casa y el miedo a cuestas. También con sueños que no debería tener nadie cuando es pequeño: "Los [hermanos] mayores nos reuníamos en un cuarto de baño para planear el asesinato de mi padre. No lo hubiéramos hecho, pero su muerte era nuestra liberación".
¿Cómo se puede madurar así? "Aprendes a crecer intentando ser perfecta. Que todo sea perfecto para que mi padre no tuviera motivo de cabrearse", cuenta sobre su infancia. Y eso que ella era 'la favorita': el trato a sus hermanos era peor, especialmente al pequeño: "Se hizo pis en la cama hasta muy mayor", ejemplifica hablando del trauma. Aprovechando ese supuesto 'favoritismo', ella cuenta cómo intentaba poner de su parte: "Cuando era pequeña le ponía cartitas en la mesilla pidiéndole que cambiara". De poco sirvieron.
"Sobrevives a ello, no te acostumbras". "Naces y creces con la sensación de poderte quedar solo. Tenía esa obsesión: no quedarme sola en la vida, tener la necesidad de controlar todo…". Su relato sobre las consecuencias de tener una vida así va entre las lágrimas y las sonrisas por lo superado. Es, en muchos puntos, estremecedor. También cuenta que se recuerda, ya adolescente, hablando enfadada con sus hermanos y preguntándose por qué su madre no se separaba. "No lo entendíamos".
La madre, mientras, ahí seguía, aguantando golpes físicos y psicológicos. Porque no, denunciar no era una opción. "Pensamos en pedir ayuda, pero te encontrabas atada de pies y manos", rememora. "El último año mi madre fue a denunciar y la Guardia Civil llamó a mi padre para decirle que su señora estaba allí diciendo cosas muy raras". Eran los 80. Quedaba mucho camino por andar.
Y llegó la huida
Hasta que un día la madre se hartó. Habló con su familia, que hasta entonces era totalmente ajena al maltrato, y preparó todo. Iban a huir. Saldrían de casa y, en lugar de ir al colegio, se subirían a los coches de dos de sus tíos y marcharían de la ciudad. Ahí acabó el maltrato físico, pero no las consecuencias, ni para ella y sus hermanos ni para su madre: "Las secuelas son para siempre".
Un abogado amigo de la familia preparó el divorcio y el padre "se resignó". "No se lo esperaba ni de coña", concluye Estrella, aunque lamenta que les obligaron a seguir yendo con su padre. "A mí me temblaban las canillas", dice, y añade sin dudar: "Un maltratador no puede ser un buen padre, a pesar de que había jurisprudencia que decía que sí. No, no lo era".
La madre acabó desarrollando alcoholismo después de pasar por una relación tóxica que "la remató". Estrella, mientras, fue diagnosticada con anorexia, primero, y bulimia, después. "Era mi manera de controlar mi mundo, como una escapatoria mental", explica, vinculando el sufrimiento vivido en casa con lo que le tocó experimentar después.
Su salud mental no dejó de empeorar: "Los psiquiatras hablaron con mi padre y le dijeron que era la causa de mi enfermedad, que no podía verle, y cedió", cuenta. En aquella época, además, los Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA) no estaban tan estudiados, por lo que fue saltando de mal terapeuta en mal terapeuta. Así hasta que cumplió los 19 años y un doctor, "una eminencia", le dijo algo que le marcó: "Lo primero que me dijo fue: 'Hasta que no empieces a llamar a los problemas por su nombre, no los vas a solucionar nunca. Cuando seas honesta verbalmente contigo empezarás a solucionar tus problemas'".
Por mí y por todas mis compañeras
Y llegaron los nombres: maltrato, violencia machista, violencia vicaria, anorexia, feminismo. "Me he dado cuenta de que desde pequeña llevo reivindicando el feminismo dentro de mí", reflexiona. Su caso es como el de tantas: era luchadora, veía injusticias, pero no sabía ponerles nombre. "Mi ejemplo fue el de mi madre, que era muy fuerte", asegura.
Aún tiene muchos traumas, su herencia no se ha acabado, pero, ahora, cada día se levanta con la intención de luchar y ayudar a otras desde el punto de atención a víctimas de violencia machista en el que trabaja. "Por fin hablo con personas que tienen mi mismo lenguaje, tras años sintiéndome un bicho raro".
Resumiendo su historia, que tuvo muchos altos y bajos, se llega hasta ahora. No tuvo ninguna epifanía: la vida se le fue mostrando de una manera y ella, simplemente, aprendió a vivir. Tardó muchos años en terminar la Licenciatura de Derecho, pasó por la Escuela de Práctica Jurídica y ahora está especializada en violencia machista. "Ver realidades parecidas, en vez de removerme los traumas, me hace ser más empática, sin paternalismos que no ayudan a nadie", responde cuando se le pregunta por lo duro que debe de ser revivir a diario experiencias tan duras.
Como jurista, ofrece asesoramiento jurídico y acompañamiento a las víctimas que llegan al centro en el que trabaja con compañeras de diferentes áreas. También se centra, y mucho, en la prevención para evitar que esto siga ocurriendo. "Como mujer me veo en la obligación de trabajar en la erradicación de esta lacra", añade con convencimiento. Más en su caso: "No estoy aquí por casualidad".
Su historia, claro, no ha acabado. Su padre murió de un infarto un Día del Padre cuando andaba solo por la calle. "El viejo se ha muerto". Así se lo anunció uno de sus hermanos. Después llegó un "terremoto vital": "De repente te encuentras con la sensación de enterrar tantas cosas en una caja. Sentí pena". Antes de eso, un día recriminó a su padre el maltrato a su madre: "Se disculpaba diciendo que ella era muy rebelde, yo estaba encabronada".
"Me hubiera gustado que mi padre me hubiera pedido perdón, me habría costado menos horas de terapia", comenta. Pero, lo hecho, hecho está. Ahora su madre, ingresada con demencia en una residencia, se acuerda de "este señor". "Siempre me dice: 'Ya le he perdonado. Estaba como siete cabras'... y tiene razón. Está perdonado. De qué sirve vivir con rencor".
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