“Va a ser una de las mejores experiencias de vuestras vidas”, escuché decir al coordinador de la carroza de PayPal como aviso a navegantes antes de embarcar. Y no se equivocó. Seis horas después se te queda esa sensación de haber disfrutado de una experiencia que se debería incluir en ese libro de las ‘100 cosas que hacer antes de morir’.

Todo está preparado al detalle. Nada se deja a la improvisación. La hora de llegada, el ‘kit’ de bienvenida, la bebida, la merienda, el dj, las banderas arcoíris... Ante un escaparate con miles de ojos, el motor debe estar bien engrasado.

El correo con la citación llega 24 horas antes: “A las 18.30 horas del sábado en la carroza número cinco”. Y ese mismo día, a esa hora, buscas tu carroza entre una fila de más de treinta. Todas con su particular diseño. Y en todas ellas se forman remolinos de gente bailando, disparando las primeras fotos, charlando...Un aquelarre de lo que está por venir.

Interior de una carroza del Orgulo LGTBI

Tras dar tu nombre, pulsera a la muñeca donde se lee 'pasajero'. Es la credencial. Dentro, una nevera llena de refrescos, cervezas y bocadillos. Un ‘self-service’ durante todo el trayecto.

Y al lado, varias mochilas con camisetas, gorras y un abanico. El uniforme para el desfile. Camisetas blancas con el logo de la compañía. Todos vestidos. Subimos arriba. Toca coger posición cerca de las barandillas.

A partir de ahí seis horas de baile sin descanso. Seis horas donde se te quedan varias imágenes grabadas en la retina. La multitud de gente al doblar la esquina y encarar el Paseo Del Prado. Emociona. Niños con sus padres disfrutando. Grupos de amigos empezando la fiesta que durará hasta la madrugada. Turistas asombrados en su primera vez. Muchas banderas LGTBI. Pistolas de agua encañonadas a traición. Bailes imposibles. Gritos al escuchar que empiezan los acordes de la canción del momento.

Cibeles durante la manifestación del Orgullo LGTBI

Pero lo que más llama la atención son las caras. De alegría. De buen rollo. Y la emoción que se ve en los rostros al señalar a alguien y empezar un baile. Los piropos. Los gritos. Los saludos de los conocidos. E incluso las peticiones del número de teléfono de los más atrevidos, gesticulando con las manos.

Seis horas que dan para muchos bailes, para una conga por el autobús, para desgañitarse cantando cada canción, para darlo todo. Porque no tienes ganas de que acabe. No hay descanso. La carroza hace pequeñas paradas. No más de cinco minutos. Y en esos momentos se forma una improvisada pista de baile. Cada uno a su manera. Cada uno como mejor sepa mover los pies.

Pero llega a su fin. Medianoche en la plaza de Colón. Las multitudes han ido menguando a medida que nos acercamos al final. El coordinador retoma sus palabras: “Espero que haya sido una de las mejores experiencias de vuestras vidas. Disfrutemos el orgullo”. Porque de eso se trataba. De disfrutar para reivindicar.

Vista desde el interior de una carroza del Orgullo