He de reconocer que no vi venir que el vicepresidente de la comunidad de Madrid tuviera como referente epidemiológico a Belén Esteban. La degradación de las instituciones autonómicas madrileñas ha ido demasiado rápido incluso para alguien como yo, que las tenía en una estima inframundana. Aguado es el culmen de la banalidad intelectual, forma parte de un ejecutivo que no es capaz de contratar rastreadores pero lo único que sabe hacer es repetir "Barajas", a pesar de que su administración solo ha podido localizar 128 casos en el aeropuerto desde mayo. Un títere timorato que tragaría cualquier cosa por mantener un cargo que ni soñó alcanzar en su vida mediocre de wannabe del CEU.

Es difícil desviar el foco de Isabel Díaz Ayuso cuando se trata de enumerar el desastre y la ineptitud política, eso es lo que salva a Ignacio Aguado de ser noticia diaria por su actuación. Pero ya está bien, están poniendo en riesgo la vida de miles de madrileños y madrileñas por sus luchas de poder con el gobierno central. Sin pesar en nada más que en su ego y sus coches oficiales. Ya basta de permitir a quien se esconde que salga indemne, hay que señalar al que lo permite.

El consorte de paja de la presidenta de la Comunidad de Madrid ha hecho méritos más que suficientes para ser parte importante del salón de los horrores del Museo de Cera, casi sin necesidad de hacerle el muñeco, simplemente plantándolo en la sala principal, pasando desapercibido por inane, pero siendo necesario para perpetrar los crímenes.

Ignacio Aguado es el Antonio Alcántara de la política española, un tipo que tenía como máxima aspiración ser cargo intermedio de alguna consultora y que cumple los preceptos fundamentales del encargado tipo de Mercadona. Un tipo que por talento no hubiera pasado de ser más que un comercial de Fenosa con ínfulas pero que gracias a caer en un partido nuevo tuvo la oportunidad de llegar a ser vicepresidente de la Comunidad de Madrid aupando a la persona más nefasta que ha ocupado un cargo público en España junto con el inefable Quim Torra.

Aguado es un ser pusilánime que no se atreve a tomar decisiones en beneficio del colectivo si eso supone abandonar un cargo que nunca soñó. Tiene una concepción tan penosa de sí mismo que ni siquiera se atreve a tomar la iniciativa y ocupar el papel de vicepresidente con la simple aceptación de una moción de censura que sadría si tuviera agallas y coraje. Pero los de su calaña no saben lo que es la valentía, viven siempre mejor en la sombra, como el conformista de Moravia, medrando en silencio y con un perfil bajo que les permite vivir bien sin meterse en líos. Prefieren ir por detrás, filtrando a la prensa sus diferencias con Ayuso cuando la cosa se pone tan fea que conviene separarse por si algo les salpica. Pero siguen manteniéndola.

Ignacio Aguado no es más que un seudoliberal de mercadillo sin ningún tipo de formación política intelectual en el que las lecturas de filosofia o sociología no pasan de los memes del Club de los Viernes o las citas que Rivera ponía en la sede. Su aportación más notoria a la vida pública ha sido la excelencia en el arte de ponerse de perfil mientras sigue cobrando. Como todo liberal cañí, tendría los mimbres de un burócrata de la nomenklatura si hubiera nacido en Stalingrado en los años 60, es el perfecto acomodaticio que tiene la virtud de no molestar para vivir del trabajo ajeno y desaparecer del plano cuando toca asumir su culpa. Aguado tomará distancias con Ayuso cuando las preguntas sean incómodas, pero será su más fiel paladín cuando haya que tomar decisiones que pongan en peligro su sustancioso sueldo. Es el perfecto ejemplo de parásito de las instituciones que tiene como único fin valerse de la política para vivir de forma cómoda. Un chivato en la Rusia de Stalin, un falangista gris en la España de Franco, un esquirol en cualquier empresa patria. Un hombre gris y medroso de los que lavan los pies del poderoso, todos conocemos alguno en nuestra vida laboral, de los que agachan la cabeza cuando hay que alzar la voz mientras ven vapulear al más débil. Aguado es el paradigma de los que pudiendo hacer todo por el bien común, desvían la mirada para asegurarse el bolsillo.