La Segunda Guerra Mundial cambió el tablero del mundo. Tras una rotunda victoria sobre los nazis, la Unión Soviética se consolidó como una gran potencia política, militar, científica, económica y cultural.

Arrasó en el deporte, compitió en la carrera espacial y asustó con el botón nuclear. Pero, a finales de los 80, la energía nuclear se volvió en su contra. Aquella gloriosa Unión Soviética se venía abajo.

El muro de Berlín cayó en plena crisis económica. El líder soviético, Gorbachov, empezó a sonreír a Occidente. Con su 'glasnost', se abrió a la libertad de prensa y se acercó al libre mercado con su 'perestroika'.

Los estantes de los supermercados se vaciaron, el hambre apretaba, el rublo se hundió y se dejaron de pagar salarios y pensiones. Y para colmo, el capitalismo acechaba, con McDonald's llegando a Moscú.

El régimen soviético se desmoronaba, así que el búnker comunista quiso poner orden... sacando los tanques. Gorbachov, recluido, no pudo gestionar el golpe de estado. Y ahí apareció una nueva figura vestida de democracia: Boris Yeltsin.

Subido a un carro de combate, encarnó la figura de líder del pueblo. Yeltsin noqueó a Gorbachov. A finales de 1991, las estatuas de Lenin caían y la Unión Soviética moría con Gorbachov disolviendo la URSS... y la bandera comunista siendo arriada del Kremlin.

La vieja guardia comunista se ancló a su antiguo Parlamento. Literalmente, porque se atrincheraron tras sus puertas. Así que Yeltsin decidió vaciar su casa blanca... a cañonazos. Tras un bombardeo que dejó 150 muertos, se afianzó como líder único e indiscutible de Rusia, pilotando el viaje del gigante euroasiático al capitalismo.

Con el libre mercado, los precios se dispararon. Tanto, que la gente empezó a no poder permitirse una barra de pan. Todo subió a precios inalcanzables, salvo una cosa muy rusa: el vodka.

El alcoholismo se convirtió en un problema estatal. En aquellos años 90, casi 50.000 rusos morían cada año por una causa relacionada con el alcohol. En pleno caos económico, la esperanza de vida cayó de 69 años a 64.

El alcohol sedujo hasta al mismísimo presidente. Poco a poco, Yeltsin fue perdiendo la línea recta. Pasó de héroe nacional a ridículo internacional. Tras sufrir dos infartos y varias intervenciones quirúrgicas, dimitió en la nochevieja del año 99. Aquella poderosa Unión Soviética ahora daba risa y pena.