Diego, la víctima,  acababa de robar dos bicicletas. Pensaba que le perseguían, que le querían matar y llamó a la policía. Primero a las nueve de la noche y después a las cuatro y media de la madrugada. Era el 11 de marzo de 2014. Nada se supo de Diego hasta once días después.

El grupo de gitanos al que había robado no le había hecho nada, su hermano y sus vecinos creían que se había perdido. Sufría esquizofrenia y podía estar desorientado.

Su cadáver apareció en el agua, en Cala Cortina, la autopsia certificó múltiples lesiones ante mortem. Le habían dado una brutal paliza en la que llegó a perder hasta un ojo.

La declaración de un testigo fue clave para saber que esa noche, a las cuatro y media de la mañana, Diego se había subido al coche de los agentes y se había marchado con ellos. El testigo protegido B83 oyó decir que le llevarían a la guarida.

A partir de ahí se activaron una serie de escuchas policiales que dibujan el perfil de los policías ahora encarcelados. Los policías fueron grabados en los coches patrulla hablando de torturas. Uno de los policías dijo a sus compañeros:"No quiero prisioneros, ¡todos muertos!". Otro de los acusados respondió: "No quiero que me contéis que habéis matado a alguien, es una cosa que no quiero saberla."

Aunque ellos lo niegan, el hermano de la víctima ha declarado: "Todo Cartagena saben que hay personas que buscan la justicia por su mano. Son unos tortutadores, se creen los sherifs de la 600."

Las cámaras de seguridad también son clave para certificar que los coches patrulla fueron a Cala Cortina. Ellos mismo lo han admitido, dicen que Diego estaba muy nervioso y que le llevaron allí para que se tranquilizara, que después salió corriendo y no volvieron a saber nada de él. No lo habían dicho hasta ahora, dicen, por miedo.

De momento los seis agentes permanecen en prisión. La ubicación de los móviles a la hora en que murió Diego Pérez será clave para saber si los policías de Cartagena, acusados de haberle matado mientras estaba detenido, son o no culpables.