La noche del 17 de mayo de 1966, Bob Dylan reinventó un rock todavía en fase experimental. Se hallaba en Manchester; guitarra en mano, frente a un público traicionero. Los abucheos en sus recitales se habían vuelto norma inevitable para los puristas del folk desde la publicación, casi hilada, del 'Highway 61 Revisited' y el 'Blonde on Blonde'. Su nuevo sonido, eléctrico, salvaje y petulante, no gustaba a los incondicionales de lo acústico. Pero allí seguía él, indiferente a la escena, dispuesto a pisar por última vez las tablas del Free Trade Hall junto a The Band para cerrar su primera y extensa gira mundial. Lo haría, de nuevo, con 'Like a Rolling Stone'.

El público lo sabía, y la acrecentada ira de una muchedumbre decepcionada por escuchar aquello que tan poco sonaba a Dylan hizo a uno de los asistentes exaltarse y gritarle al cantante 'Judas'. Eso no le importó. Tranquilo y acariciando la sorna, Dylan se dirigió a su antiguo admirador para decirle "no te creo", al son de unos simples acordes. "Eres un mentiroso", continuó, al tiempo que se volvía a sus compañeros para exigirles, ya eufórico, "tocadla jodidamente fuerte".

"Es como el mazo de un juez sobre el estrado diciendo: "'La historia es llamada al orden'", dijo tiempo después el periodista David Fricke sobre el golpe sordo que da inicio al que sería el himno más coreado de Dylan. Entre las muchas anécdotas que recoge una vida consagrada por enteros a la filosofía del rock, quizá esta sea la que más honor hace a su carrera, o a su percepción del arte. Un músico a punto de cumplir los 25 que ya desafiaba a toda una legión de seguidores, volviéndolos, casi a consciencia, en contra de lo que más disfrutaban de él. Se divertía al hacerlo.

Y aún ahora, 50 años después, se observan atisbos de esa libertad burlesca que han acompañado siempre la visión de quien hizo de la literatura otra forma de música. De quien, como decían las lenguas populares, chirriaba en la armónica, tocaba mal la guitarra y desafinaba pero, haciendo las tres cosas a la vez, era el mejor. Y aquello tampoco le importaba. Dylan cumple 75 años como los cumple un músico primerizo: en la búsqueda constante de un estilo que le caracterice, que pueda dominar y llamar suyo. Lleva así más de medio siglo, y es de agradecer.

Por su voz y sus manos se ha deslizado todo un repertorio propio de la poesía contemporánea; entre finas melodías y atronadores riffs, entre pesadas marchas y veloces bailes, entre alegres odas y tristes malabares. Y entre medias tintas, más críticas, drogas, mujeres, accidentes y el reencuentro con un cristianismo olvidado que poco o nada venían a cuento cuando ponía los pies sobre un escenario. Entonces, en esas horas de pereza y cierta confusión que le profesaba el preguntarse qué hacía él tocando para miles de personas, parecía dedicarse a pasar el rato, ajeno al propio revuelo que causaba, jugando con sus canciones. Siempre creando.

En el Dylan actual persiste ese místico ritual que le hace entrar a sus actuaciones con el deje de fastidio y pesadumbre que le ha coronado como eterno rey del folk, del rock y, si le dieran 75 años más, del elegante blues al que ahora le ha dado por tocar. Porque ahora, con todo logrado y la idea de que aún sigue estando todo por hacer -su trigésimo séptimo álbum de estudio avala la insistencia-, continúa rondando, incansable, las ciudades de todo el mundo en su 'Never Ending Tour'; fiel trovador ante un retiro que sigue antojándose lejano.

Dylan cumple 75 años con su premisa original: recorrer una infinita carretera, haciendo de la rebeldía una razón válida por la que seguir creando, impasible a los incontables elogios y reproches recibidos. Ya lo dijo John Lennon: "No hace falta oír lo que dice Bob Dylan, lo importante es cómo lo dice". Quizá es lo que muchos no acabamos de entender, y por ello seguimos depositando en él el futuro de la música popular.