Nadie nos enseña a morir.

Y no deja de ser curioso, ¿no?

Porque la única e ineludible certeza de la vida es que moriremos.

Tampoco nadie nos enseña nada sobre la ausencia que dejan los demás.

Cuando mi madre murió víctima del Sida yo tenía 13 años.

Y aunque sabía que estaba enferma, y me había hecho consciente de su desaparición, nadie me advirtió de que lo peor venía después.

Lo peor fue que siguieron llegando cartas que no pudo abrir.

Lo peor fue recibir llamadas de comerciales y que ella no pudiera echarles la bronca por llamarla doña.

Lo peor fue en el instituto tener que dejar en blanco en la ficha el espacio reservado a ocupación de la madre.

Lo peor fue que su olor se fue esfumando de su ropa y empezó a ser sustituido por el de la humedad.

Lo peor fue que las expresiones de su cara se convirtieron en humo y lo único que quedó fue la sonrisa congelada de las fotos pero no el antes o el después.

Lo peor fue que ya no le pude preguntar nunca más por sus cosas.

Cuál era su color favorito. A qué le tenía miedo. Si de joven tuvo un gato. El orgasmo más intenso. La decepción más grande. Si quería a mi abuela. Su número de la suerte. De qué se arrepentía. Si había dormido alguna vez a la intemperie. ¿Había traicionado alguna vez a una amiga? La canción que la hacía llorar. Si era alérgica a algo. ¿Le gustaba Meg Ryan?

Lo peor fue que me tuve que inventar quién fue mi madre, recomponerla a través de un puzle difuso hecho solo de la memoria de los demás y de lo que ella compartió.

Lo peor fue quedarme sin la posibilidad de seguir indagando en su relato, en su temblorosa, frágil y oscura existencia, porque todo lo que no contó no se pudo saber más.

Lo peor fue que me quedé sin verla envejecer y ella se quedó sin verme crecer.

Lo peor fue que ella no pudo conocerme y se perdió mis cosas buenas y mis desastritos.

Se perdió el día en el que me licencié y también en el que me despidieron, mi primera ruptura amorosa, se perdió que le contara cómo era México, el corcho en mi habitación lleno de mis películas favoritas, se perdió lo guapo que estuve en 2003, se perdió saber que su hijo sería escritor, la publicación de mis libros, se perdió ver mi cara y escuchar mi corazón mellado como un diente que intenta abrir una nuez cuando me dijeron que se había muerto.

Porque cuando una madre se te muere la realidad se resquebraja por todos lados.

Y es como si tú fueras un crustáceo al que abren con las manos y vacían y limpian y te vuelven a colocar tus órganos dentro como si nada hubiera pasado pero ya no eres lo mismo porque ya no es igual porque ya no eres igual.

Porque cuando una madre se te muere se te muere tu primer sitio en este planeta.

Se te va tu hogar.

Han pasado veinticinco años desde que no veo a mi madre y muchas veces sueño que todo aquello fue una broma.

Sueño que estaba escondida en un país que yo no sabía que existía y en el que ha estado probando medicinas nuevas para su enfermedad.

Sueño que se fue para que no sufriera y que ahora que esta bien vuelve.

Lo mejor de la muerte de mi madre fue que me enseñó qué es desaparecer.

Y a partir de ella intento no enfadarme mucho con la gente.

Por si me muero o se me mueren.

A partir de ella intento no preocuparme mucho por tonterías.

Intento decir muchas más veces lo que siento.

Intento tocar y dejarme tocar y decir que sí a lo que me hace feliz.

Intento escuchar con atención para poder componer la verdad del otro.

Intento no juzgar.

Intento que la rabia que siento a veces por no tenerla a mi lado me ayude a construir cosas nuevas.

Intento alcanzar con estos dedos que se formaron en su vientre los lugares que ella no pudo visitar.

Nadie nos enseña a morir.

Pero a mí perder a mi madre me hizo ganar amor por la vida.

Y me hizo verla como lo que es.

Un instante exquisito, único, vertiginoso, asombroso, gigantesco, inexplicable y doloroso.

Un simple momento.

En el que llegar a ser un hombre mejor.