Los que vivimos aquellos años, todavía guardamos en la memoria un rincón cruzado por calles grises y balcones tristes, miradores siempre vacíos a los que nadie se asomaba por miedo a ser descubierto.

También guardamos viejas canciones que nunca hablaban de amor, sino de derrota; melodías que los hombres mayores silbaban antes de golpear con los nudillos la puerta de casa. Para los que crecimos en aquellos años, el nombre de Juan Marsé siempre fue el nombre de un amigo, uno de esos tipos que mostraban la solidaridad campechana de la gente de barrio.

Sus novelas pasaban de mano en mano. Iban desde el quiosco hasta las noches de insomnio plagadas de aventis, noches atropelladas de historias donde la realidad se hacía más llevadera por boca de aquellos niños crudos de posguerra; chavales que contaban mentiras tan certeras como el hambre.

"Si te dicen que caí" fue un deslumbramiento. En mi caso, el primero de todos. Leyendo aquella novela comprendí que en una ficción cabe la realidad entera. Quiero pensar que aquella novela tuvo la culpa de que hoy me dedique a este noble oficio, y quiero pensar también que fue mi padre el que me enseñó que entre las líneas de una página impresa, siempre está lo más importante, es decir, lo que no se cuenta con palabras.

Recuerdo cuando mi padre subía las escaleras silbando una vieja melodía, y yo corría a abrirle la puerta de casa antes de que golpeara con los nudillos en ella. Bajo el sobaco, siempre traía el periódico y alguna de esas revistas que empezaban a publicarse por aquellos tiempos, y que llenaban de color los quioscos: "Triunfo", "El Papus" y "Por Favor", publicaciones donde escribían Vázquez Montalbán, Maruja Torres o Juan Marsé, semanarios donde el Perich dibujaba mordaces viñetas.

Porque también hay una deuda pendiente con los quioscos, canales de distribución de una literatura popular que se mostraba al alcance de la vista, lejos del hermetismo de los mostradores de las librerías de entonces, y a las que gente como mi padre no entraba, más por vergüenza que por falta de ganas. Los hijos de los represaliados en la guerra civil, la generación de posguerra, fue arrancada de cuajo de las aulas. Eran autodidactas con hambre de cultura, y se avergonzaban por no saber pronunciar bien el nombre de Shakespeare o de Dostoyevski frente a un librero de apariencia grisácea.

En mi casa, como en otras tantas, las novelas que llegaban eran compradas en los quioscos. Recuerdo la colección que sacó Salvat, la biblioteca básica de libros RTV con títulos como "La tía Tula" de Unamuno, o "La Busca" de Baroja. También recuerdo los fascículos del Espasa que mi padre iba completando semana a semana "Para que estudies, hijo, para que nadie te pise el día de mañana", me decía entonces, cuando mi padre era mucho más joven de lo que yo soy ahora.

Fue en la revista "Por favor" donde descubrí al Marsé retratista. En cada número sacaba un perfil de algún personaje -hombre o mujer- representativo de aquellos tiempos. Bajo el título "Señoras y Señores", el Marsé hacía un tema poético de una figura pública, retratos que iban desde Manuel Fraga a Onassis, pasando por Concha Velasco, Pinochet, Tarancón o Augusto Algueró, y eso sin olvidar a Amparo Muñoz, Lucía Bosé o Nadiuska, la actriz rusa de pómulos violentos y ombligo sin edad; las formas redondas de una carne que era deseo y que hoy, más de cuarenta años después, ya es memoria.

Ha muerto Juan Marsé, y su muerte me ha llevado a reconocer la deuda que tengo pendiente con aquellos tiempos en los que esperaba que apareciera mi padre por la puerta de casa, siempre con la sonrisa puesta y una nueva revista recién comprada en el quiosco de abajo. Las páginas de entonces desprendían la tinta fresca de las rotativas, lo de la impresión por láser quedaba aún muy lejos, y los dedos se tiznaban en cada lectura. En fin.

Reconozco que siempre quise ser como el Marsé, mirar la vida a través de la telaraña que oculta lo prohibido, traspasar el tejido que esconde la belleza y hacerlo desde el más celoso anonimato. Ser un anarquista que va por libre, alejado de las linternas y de las bombillas de la vida literaria. Ser como Juan Marsé. Sí.

Tener la honestidad suficiente para dimitir de todo en estos tiempos tan perros en los que "abdicación" es palabra inexistente en el léxico de los poderosos.