"Mamá, hoy he tenido mucho frío en el cole".

"Ay, no me digas. Ponte el abrigo".

"Sí, mamá, pero es en las piernas. Nos han dicho que podemos llevar una mantita".

En una situación normal lo primero que haríamos sería ir al colegio para ver qué está pasando. Recoger firmas para que mejorasen las instalaciones. Movilizar a los AMPAs de los colegios para buscar soluciones. Instar a las instituciones a cambiar protocolos…

Pero no, estamos en la anestesia de que todo ya nos parece el menor de los males. En la espera desesperada de que se acabe todo. Hemos pasado de la incertidumbre a la resignación porque podría ser peor. Vivimos con el miedo de pensar que nos cierren los colegios, la angustia de recordar lo pasado y el temor de vernos de nuevo en la supervivencia diaria del teletrabajo con niños y niñas, en el mejor de los casos. De poner en riesgo a nuestros mayores para que cuiden de los más pequeños cuando tenemos que salir a trabajar, de dejar a los menores solos en casa o de saltarnos la cuarentena para no perder el empleo. Nos debatimos entre la responsabilidad que llevamos ejerciendo desde el inicio de la pandemia y el agotamiento de no poder más. Es sorprendente la naturalidad con la que asumimos ya las restricciones porque, seamos sinceras, que nos adelanten el toque de queda a las familias no nos cambia mucho esta vida confinada, de parques precintados y cero vida social. A mí esta sensación de aceptar todo y estar a punto de celebrar el primer cumpleaños de Pandemia me da escalofríos.

Porque, de verdad ¿la mejor medida para evitar el contagio es tener las ventanas de las aulas de par en par, en plena ola de frío? Ahí está el profesorado sin decir ni "mu", pidiendo a las madres y a los padres que incluyamos una mantita en la mochila de nuestros hijos y nuestras hijas. Y así seguimos, avanzando en tiempos de pandemia, con el miedo en el cuerpo y la aceptación silenciosa. Esperando la llamada de las cuarentenas preventivas, que cada vez están más cerca, si es que ya no han llamado a tu puerta.

Se escucha por ahí que cerrar los colegios sería lo último que se haría. Decía Ernest Folch en un artículo el otro día que "no es ninguna pasión por la pedagogía lo que lleva a abrir las clases, sino la certeza de que si cierran, la economía colapsaría" porque si los padres y las madres no podemos trabajar, explotaría todo de nuevo. Por un lado, me alegra saber que se han dado cuenta por fin de que nosotras también formamos parte de la rueda productiva de este país. Pero por otro lado, me pregunto, así ingenuamente, a pocos días de que el plan Me Cuida expire: ¿apostar por un plan de medidas de conciliación urgentes ni siquiera se contempla no?

Porque se nos olvida una cosa, las cuarentenas se multiplican, el teletrabajo se deniega y la realidad social de las familias sigue pendiendo de un hilo. Pero ya no se cuenta. Ya no se escucha. El abandono de las familias, de las políticas sociales y de estructuras de apoyo a la conciliación clama al cielo.

Pero, virgencita, déjame como estoy, así medio confinada, con toque de queda, con los niños y las niñas en el colegio, porque en este país la conciliación sigue siendo ese cuento chino, que un día nos creímos.