El vaivén económico esquilma la tierra por la que camina Francisco Javier Roldán, propietario de la almazara 'Roldán Oliva'. Fue su abuelo quien trabajó mucho antes que él los olivares. Y mucho antes que él lo hizo el abuelo de su abuelo. "Era una empresa familiar; tenemos las cuentas del año 1895, pero seguramente era todavía más antiguo. Ha ido pasando de primos, de hermanos, de cuñados... hasta que llegó a mi padre; de mi padre pasó a sus hijos, y yo ya tengo a los míos al frente del negocio", expresa Roldán.

Así, seis generaciones se han pasado el relevo aceitero hasta llegar al hijo de Francisco Javier, quien manifiesta que en el negocio familiar "hay familias detrás, un esfuerzo desmedido, un montón de miradas al cielo, un montón de esperanza, de que 'Este año no, el que viene'...". En Íllora, su pueblo milenario, los viejos olivos son un símbolo que reina en el horizonte, casi tan importante como el castillo que aparece en sus botellas.

Francisco Javier aprendió el negocio siendo solo un niño en la época del blanco y negro, en la que todo el proceso era mucho más artesano. "Yo lo aprendí, estando allí día a día, sentado con mi padre, con los molineros. Me acuerdo de que mi madre, yo era pequeño, me hizo un mono, y yo me iba al molino con mi mono puesto, a jugar allí, revuelto en el orujo, con los niños", recuerda.

Sin embargo, empresas de toda la vida como la suya viven hoy momentos tristes e inéditos: "Me gusta pasear por la tarde con mi perro por los olivos, pero cada vez tengo menos ganas porque me llevo un mal rato de ver cómo está el campo; sin embargo, tenemos que seguir, no podemos hacer otra cosa", expresa.