Hace justo tres meses Lula da Silva ingresaba en la sede de la Policía Federal de Curitiba condenado por corrupción pasiva y blanqueo de capitales. Aceptó un tríplex de lujo en Sao Paulo como pago de una constructora por sus favores políticos. Tras horas atrincherado en la sede de su partido, se entregaba a las autoridades.

A las puertas de la sede, centenares de personas mostraron su apoyo al expresidente brasileño. Consideraban injusta la condena a 12 años de su líder. Se enfrentaron a la policía, que les dispersó con gases lacrimógenos. Se generaron fuertes enfrentamientos entre los manifestantes y las fuerzas de seguridad.

Un juez federal ha decretado su libertad de manera urgente porque considera que la condena no es firme, aún puede ser recurrida, y que la prisión cautelar menoscaba sus derechos políticos y le impide presentarse como candidato a la presidencia de Brasil en las elecciones de octubre.

Sergio Moro, el juez responsable de su caso de corrupción, y otro magistrado aseguran que Lula tiene que permanecer en prisión, y que la corte federal que ha ordenado su liberación carece de autoridad sobre el caso.