La dinámica de Eduardo Arroyo siempre era la misma. Primero, observaba: España, el arte, el motor que movía los engranajes del mundo; luego, procedía a desmontar los mitos que nos creímos. Hacía crítica del pintor a lo Robinson Crusoe: aislado del mundo, centrado en su particular paleta.

Desde el exilio parisino, retrató el totalitarismo con una famoso políptico. En él, aparecían Franco, Salazar, Hitler y Mussolini como peleles, algo que la dictadura franquista llevó muy mal, llegando incluso a censurar una exposición que preparó en Madrid en 1963.

Desde Francia, Arroyo se convirtió en uno de los principales exponentes de la figuración narrativa. Con otro conocido políptico, secuestraba y mataba artísticamente a Marcel Duchamp, daba un portazo a la mitificación del artista y reivindicaba la obra figurativa.

Desde la caricatura, reservó su particular humor a los tópicos españoles, trazando a un caballero español con vestido y tacones que muestra dos de sus mayores aficiones: los disfraces y la parodia más surrealista. Arroyo acabó regresando a España tras la muerte del dictador.

En una de sus obras más prestigiosas, plasmó la sensación de extranjería del que vuelve a su hogar para no reconocerlo. Arroyo era pintor, escultor, cartelista, escritor, caricaturista y también escenógrafo. 'El regreso de las cruzadas' ha acabado convirtiéndose en su despedida: con amor y odio, siempre presente España.