“Necesito un trago, necesito un cigarro, necesito una canción de Irving Berlin...” Me azota en la cara, además del frío, esta frase de la última de Woody Allen cuando salgo del cine. Me trae a la cabeza ese momento de “El Señor de los Anillos” en el que Tolkien hace decir al rey de los Elfos una frase de esas que, a mí, me explicaron una cosa de mi vida. Se trata del momento en el que Frodo y sus amigos Hobbits han sido salvados del ataque de los Nazgul y se halan con las fuerzas en el extremo. Vencidos pero a salvo escuchan antes de caer rendidos al sueño cómo alguien pide que se les cure y que les traigan tres cosas: medicinas, comida y música.

No me juzguen si lo consideran una obviedad, sean generosos con ese niño de trece años que releyó una y otra vez esa frase, que se la escribió en su cuaderno y que descubrió, gracias a ella, el poder salvífico del arte.

Días después vuelvo a salir del cine con esa maravillosa sensación de 'stendhalazo' que me vuelve a pedir un paseo en solitario. La película es El Irlandés, de Martin Scorsese. Tres horas y media que, a mí, se me hacen tan cortas que decido volver a la sala sólo tres días después. No es este el sitio para hacer mi crítica de la película, entre otras cosas, porque de poco sirve mi opinión en cuanto sale de mí y choca contra la suya. Pero sí de contarles que, la segunda vez, la sensación de no haber abarcado todo lo que Martin me estaba contando, continuaba y que aún dedicaré otras tres horas y media más a un tercer visionado, quizá cuando pasen unos días.

En ese paseo benigno, saciado y reflexivo me encontraba cuando mi teléfono recién vuelto a la vida tras la proyección me trajo un mensaje de un amigo en el que me mandaba el enlace de un tipo que había recortado la película de manera que pudiera ser consumida como una miniserie. Conste que no es algo nuevo, ni fruto de la sociedad actual ni, desde luego, voy a aprovechar esto para alzar el bastón protestando con tres dientes contra la tremenda juventud.

Recuerdo, cuando yo vivía la mía, cómo el propio Coppola hizo algo parecido con sus dos primeros padrinos convirtiéndolo en una historia secuencia que empezaba con el niño Vito y terminaba con el triste Michael robándonos la cadencia de idas y venidas en el tiempo de las películas originales. Y ya entonces escuchaba aquello de: “Hay gente que no tiene tiempo de ver las películas y esta es una buena manera”. No lo es, como no es una buena manera de acercarse a Las Meninas mirándolas desde la pantalla de nuestro móvil para poder sacar una foto del momento en que, paradójicamente, tenemos la oportunidad de tenerla enfrente.

Pienso en que hay gente que no es capaz de distinguir a Irving Berlin de la música de ascensor, aquellos para los que la música es poco más que un generador de ambientes o un cobertor de silencios. Pienso en los que aguantan horas de cola para llegar a la cima del Everest y no tener tiempo más que para hacerse una foto que inmortalice la gesta sin poder sentarse un rato a explorarse a sí mismo ahí arriba. Pienso que siempre ha habido gente para la que el cine, los libros, la música, la pintura, son poco más que instrumentos para rellenar dolencias que no saben que esos mecanismos podrían ayudar a sanar. Como bien se come un plátano y de repente se siente mejor sin saber que es porque ha hecho su efecto el potasio.

Pienso en todos ellos y me encuentro muy lejos de sentirme superior, más listo, más sensible o tonterías similares. Me siento, si acaso, un privilegiado aquellas veces en las que yo sí logro sentirme curado por estas medicinas. Cierro de nuevo el móvil, decido ponerlo en silencio, me pongo los auriculares y enchufo en mis orejas el Cheek To Cheek de Ella Fitzgerald y Louis Armstrong. Gracias por la cura, Irving Berlin.