Me encontraba hace poco en una firma de libros con una persona que me decía que había vuelto a leer muy recientemente, pero que su pelea no era contra el tiempo disponible que le dejaban el trabajo, la familia y las obligaciones cotidianas, sino otro mucho más sutil y pernicioso: la inmediatez.

Lo comprendí enseguida, y me sentí abrumado. En nuestro teléfono móvil llevamos la mayor de las amenazas a lo trascendente, y es lo falsamente urgente. Llegamos al final del día, después de haber hecho lo necesario, con la lengua fuera y con los ojos cansados de tantos esfuerzos. Y en ese momento nos acordamos de que ha habido cosas que han sucedido de las cuales quizás no nos hayamos enterado. De los amigos que han subido una foto a Instagram. De la última metedura de pata de un famoso en Twitter. Del meme que nos han pasado por WhatsApp y que tenemos que compartir con nuestro grupo de amigos. O, Dios nos libre, del último y más desafortunado titular, declaración política. Del último exabrupto del líder del partido rival que condenar, de la última barbaridad del partido propio que disculpar y defender con un “Y tú más”. Perder unos valiosos segundos de nuestro tiempo en buscar unas declaraciones, una foto ofensiva, un titular de periódico que deje las cosas en su sitio delante de, en el mejor de los casos, nuestro escaso puñado de seguidores. Que quede clara nuestra altura de miras, nuestra pureza de corazón y de intenciones. Que sea meridiano y cristalino que somos mejores, que nos indignamos con más facilidad, que aplicamos el oportuno y justiciero zasca. Para terminar cerrando la aplicación de turno sintiéndonos más vacíos, más solitarios, más consumidos que nunca. Sin tiempo para nada que no sea dormir mal por culpa del dichoso aparato, que estropea nuestros ritmos circadianos y nuestro descanso.

Y yo me pregunto por qué somos tan gilipollas, querido lector. Por qué no dedicar esos últimos instantes en la cama a un libro en papel. A una caricia, a una mirada. A algo real. A un susurro, a un “te quiero”, a un cerrar los ojos sin temor a no haberse perdido nada mientras nos lo estábamos perdiendo todo.

Es posible, estoy convencido, renunciar a la tentación de lo inmediato y perderse en lo real. Y yo tengo claro qué me hará más feliz. No me parece mal propósito para este nuevo año que empieza en unos días.