El biogás es un ejemplo perfecto de economía circular logrado gracias a la alianza entre la química y la biología. Sin embargo, también es uno de esos casos en los que la desinformación ha empañado un avance científico que podría acelerar la descarbonización del país. Por eso es importante explicar qué es exactamente, cómo se produce y por qué representa una solución real a uno de los mayores problemas climáticos actuales: las emisiones de metano procedentes de residuos orgánicos.

El biogás se forma de manera natural cuando la materia orgánica —estiércol, restos de alimentos, lodos de depuradora o residuos agroindustriales— se descompone en ausencia de oxígeno. Este proceso, llamado digestión anaerobia, está dirigido por comunidades de microorganismos que transforman la biomasa en una mezcla de gases: principalmente metano (CH₄) y dióxido de carbono (CO₂). Para convertir ese biogás en una energía realmente útil, se purifica mediante un proceso llamado upgrading, donde se eliminan el CO₂, el vapor de agua y otras impurezas. El resultado es biometano: un gas químicamente idéntico al gas natural.

Esta equivalencia química es clave para entender por qué el biometano es tan valioso. Al ser indistinguible del gas natural, puede inyectarse directamente en las redes existentes, usarse en las calderas domésticas, en industrias que requieren altas temperaturas o como combustible de vehículos. No requiere nuevas infraestructuras, ni tecnologías exóticas, ni adaptaciones costosas; simplemente sustituye molécula por molécula a un combustible fósil con una ventaja decisiva: su origen es renovable.

El biometano es un gas que se considera neutro en carbono, la razón es que no añade CO₂ nuevo a la atmósfera. La explicación es sencilla: el biometano procede de materia orgánica como restos de alimentos, estiércol, residuos agrícolas, lodos… Toda esa biomasa obtuvo su carbono del CO₂ del aire, que las plantas fijaron mediante fotosíntesis. Cuando el biometano se quema, libera ese mismo CO₂ que la planta absorbió previamente, por eso no produce emisiones netas de CO₂.

Además, el biometano ayuda a reducir las emisiones de metano, un gas con un potencial de calentamiento global unas 28 veces mayor que el CO₂. En la naturaleza, cuando los residuos orgánicos se descomponen sin control —en vertederos, balsas de purines o montones de estiércol— liberan metano a la atmósfera. Capturarlo y transformarlo en biometano evita que se libere a la atmósfera y lo convierte en energía útil.

Pero el biogás no solo es energía, es también agricultura regenerativa. Tras la digestión anaerobia queda un subproducto llamado digestato, un fertilizante orgánico estable que devuelve nutrientes al suelo: nitrógeno, fósforo y potasio en formas que las plantas pueden asimilar. Esta es la economía circular en su máxima expresión: residuos que se transforman en energía y que a su vez regeneran la capacidad fértil de los suelos.

Sin embargo, alrededor del biogás circulan numerosos bulos. El primero y quizá más extendido afirma que estas plantas "contaminan más que lo que ahorran". La evidencia científica demuestra exactamente lo contrario: cada metro cúbico de biometano sustituye un metro cúbico de gas fósil y cada kilo de metano capturado evita un potente gas de efecto invernadero que habría llegado a la atmósfera. Otro mito habitual es que las plantas de biogás "queman basura". En realidad, no queman nada: fermentan biomasa. La combustión ocurre al final, cuando el biometano se usa como energía, igual que se haría con gas natural.

También es frecuente escuchar que estas instalaciones generan olores, plagas o molestias insalvables. Eso es confundirlas con vertederos o instalaciones obsoletas. En una planta moderna, la materia orgánica entra en un digestor cerrado y hermético; el control de olores forma parte de la ingeniería básica del sistema. En muchos casos, la presencia de una planta de biogás reduce significativamente los olores que generaba la gestión tradicional de purines en abierto.

Otro bulo recurrente asegura que el biogás compite con la alimentación porque "se destinan cultivos a producir gas". En España esto está prohibido: el biogás se produce a partir de residuos y subproductos, no de cultivos alimentarios.

¿Por qué, entonces, una tecnología con consenso científico genera tantas dudas sociales? La respuesta no está en la química, sino en la comunicación. Vivimos un tiempo marcado por lo que se conoce como Efecto Frankenstein: la sensación de que la tecnología traerá más problemas que soluciones. Este clima de sospecha, alimentado por malas experiencias históricas, titulares alarmistas y un déficit grave de cultura científica, facilita que cualquier nueva infraestructura —aunque sea sostenible— se perciba como una amenaza.

Por eso la divulgación rigurosa es tan importante. No basta con que una tecnología sea sostenible: tiene que parecerlo, y para ello necesitamos información clara, verdadera y proporcional. El biogás es una herramienta poderosa para avanzar hacia la neutralidad climática. Captura un gas que de otro modo escaparían a la atmósfera, genera energía renovable sin exigir nuevas infraestructuras y devuelve nutrientes al suelo. Comunicar estas evidencias con honestidad y claridad no solo ayuda a combatir bulos: también contribuye a reconstruir la confianza en un futuro donde la ciencia no es motivo de miedo, sino una fuente de soluciones y de optimismo sensato.