Una vez, sería hace unos 20 años, vi cómo revisaban los bajos de un coche del que supuse que era un político. Eran otros tiempos en España y aunque incluso una vez anduve cerca de una bomba que explotó en un atentado (estaba jugando al tenis y retumbó el suelo, fue realmente tremendo), creo que me impresionó más ver la escena de gente teniendo que mirar debajo de su coche todos los días. No quiero hablar de aquella situación en concreto, sino de lo que significaba: del miedo diario. De vivir permanentemente en una situación de temer por lo más básico.

Muchos años después, estaba entrevistando a Sergio 'Maravilla' Martínez, un boxeador argentino afincado en España, y tuve una breve conversación con su padre. Era un hombre humilde, tremendamente humilde. Creo que me dijo que trabajaba poniendo aislantes en los tejados o algo así. Su hijo tenía y tiene mucha pasta, pero me dio la sensación de que el hombre se negaba a que le mantuviera. Entonces le pregunté por qué no vivía en Argentina, si no lo mantenía 'Maravilla': "Porque aquí puedo salir a la calle sin tener que mirar a la espalda. Vosotros no entendéis lo que es eso", me dijo.

Todos tenemos miedos, cada día. Algunas más, otros menos, unos fundados, otros no tanto. Pero hay gente, mucha y a nuestro alrededor, que teme por lo más básico cada día: su subsistencia. Y no es un miedo subjetivo, ni banal: es real. Son personas que si pierden su trabajo no pueden darles cosas básicas a sus hijos. Que se quedan sin casa. Que no tienen una bomba debajo del coche ni nadie que les vaya a secuestrar, pero que conviven con un miedo parecido.

Durante esta pandemia el miedo se ha socializado bastante. Una alarma real contra nuestra salud, que se ha llevado por delante a miles de personas y ha hecho enfermar o perder capacidad económica a muchos más, nos ha tapado como un manto. Se nos ha pedido un esfuerzo, que lo ha sido y grande, y creo que tenemos que estar orgullosos de cómo hemos respondido, porque los datos sanitarios están ahí. También creo que el Estado ha hecho un esfuerzo para garantizar unos mínimos a capas sociales que tienen todas las de perder.

Los políticos se quejan del desafecto de la gente. Tienen razón: soy de la opinión de que no se lo merecen, mayoritariamente. Pero hay momentos en los que me cuesta más defender esta postura, porque creo que a muchos les falta poner cara y ojos al sufrimiento que generan. Estos días lo estamos viendo con las tensiones en torno a la prórroga del estado de alarma: están haciendo sufrir a la gente que más miedo tiene. Por la continuidad de las medidas sociales, porque no garantizar la limitación de movimientos de los ciudadanos tendrá consecuencias obvias, o simplemente porque el miedo es irracional: les están haciendo daño. Mientras tensan, tiran y aflojan, mientras juegan a la aritmética y a los gestos delante de la prensa, tienen a la parte del país que peor lo pasa normalmente aterrorizada.

Solo es posible hacer eso siendo muy mala persona o viviendo en la más absoluta ignorancia. Quiero creer que es lo segundo. Que los muros del Parlamento son tan espesos que impiden mirar a los ojos a la gente. Puedo llegar a entenderlo, pero lo desprecio profundamente. Luego vendrá la desafección y llorarán. Bueno, sus lágrimas me importan bastante menos que las que están provocando ahora.