Hay mar de fondo por el pacto entre Junts per Catalunya y el PSC en la Diputación de Barcelona. Menuda novedad. El partido de Puigdemont ha sido quien más acuerdos de gobierno ha establecido con los de Miquel Iceta tras las elecciones municipales. En más de veinte municipios existen gobiernos entre neoconvergentes y sociatas.

No deja de ser curioso que, a la hora de justificar ciertas políticas de pactos, los políticos empleen las mismas palabras: "Las municipales son otro mundo" o "Lo que prima es el factor humano". O sea que, en las elecciones generales la humanidad importa un huevo de Colón y en las autonómicas no existe singularidad alguna. Cuánta comedia para ocultar una de las tristes verdades de nuestro sistema. A saber, hay mucho personal que, sin esta ordalía de cargos, prebendas y sueldazos estaría vendiendo pañuelos de papel en un semáforo.

El clientelismo político es la base en la que se sustenta el edificio de partidos que solo representan a sus propios intereses, pasando olímpicamente de sus votantes. Ese clientelismo que permite a las ejecutivas emplear un sistema de ucases en los que, o estás de acuerdo con el que manda, o se te acaba el cargo. No creo que en otros países sucedan las cosas de otra forma, porque la condición humana es la misma en todas partes y da de sí lo que da. Pero España es, recordémoslo, el país de las cesantías, las prebendas y el enchufe por antonomasia. Siempre he dicho que, para nuestra desgracia, aquí no rige tanto el imperio de la ley como el de la burocracia.

Por eso no deberían extrañarse los separatistas ante el pacto de JxC y PSC. ¿Saben ustedes la de cargos, asesores, dietas y demás gabelas que estaban en juego? La Diputación es un auténtico contrapoder a la Generalitat, como muy bien entendieron los socialistas en la etapa Pujol, que maniobró todo lo que pudo sin éxito para desmontarla. Se salió con la suya con aquella Área Metropolitana de Pascual Maragall, pero ante la diputación se topó con el Estado: prohibido tocarlas. No deja de tener cierta gracia que sean ahora sus herederos políticos quienes la defiendan a capa y espada. Cosas veredes. Porque hay que escuchar estos días a conspicuos neoconvergentes cantar las bondades que supone estar en la señera institución, ocupando despachos en la sede de Can Serra, un edificio modernista magnífico de Puig i Cadafalch que convive pegado a una monstruosidad de hierro y cristal negro que Dios confunda. O sea, que estamos de enhorabuena, porque si a base de sueldos admiten esa institución, quien sabe si los veremos aceptando otras a cambio, eso sí, de las mantenencias oportunas. De hecho, todo esto del procés no ha sido nada más que una carrera de los Autos Locos hacia la pasta, a ver quién se lo llevaba más crudo y con mayor impunidad. Y como había cama 'pa' tanta gente, que diría Celia Cruz, los hiperventilados exigieron más y más y los que solo buscaban el coche oficial a perpetuidad se rilaron ante la masa estelada. "No hay cargos para todos", debieron murmurar atemorizados. Y, así las cosas, unos se largaron a Francia, Suiza o Escocia y otros se quedaron a pringar, porque las vajillas de la abuela, cuando se rompen, siempre hay que pagarlas.

Que se lo pregunten a doña Marcela Topor, esposa del fugadísimo Carles. Trabaja para la citada diputación barcelonesa. Una entrevista semanal para ese engendro audiovisual llamado la Xarxa - que nadie sabe exactamente para qué sirve - y seis mil pavinis al mes.

No sé si me explico.