La recuerdo bien. Menuda, con el pelo encanecido y un pequeño bolso apretado bajo el brazo izquierdo. Entró en la sala y antes de sentarse en la silla destinada a los testigos, se dirigió hacia el lugar donde estaba su hijo, custodiado por dos policías nacionales. Le plantó dos besos, uno en cada mejilla.

–Como es usted la madre del acusado, puede no declarar. ¿Qué va a hacer, señora? –le dijo el presidente del tribunal.

No voy a declarar.

–Bien, pues puede usted marcharse.

La mujer se levantó y antes de salir de la sala, volvió a besar a su hijo.

La escena ocurrió en el verano de 2013 en la Audiencia Provincial de Córdoba. Aquella mujer, Antonia, era la madre de José Bretón, sentado en el banquillo, acusado de haber quemado vivos a sus dos hijos, Ruth y José. Dos niños a los que su abuela había vestido, bañado, dado de comer… Antonia era abuela, pero, sobre todo, era madre. Y aún siendo madre de un monstruo no quiso desaprovechar la ocasión de mostrar públicamente el amor por su hijo en un escenario tan poco idóneo para ello como la sala en la que se juzgaba a Bretón.

Me ha venido a la memoria la imagen estos días en los que por la sala Tirant lo Blanch de la Ciudad de la Justicia de Valencia han pasado dos madres: la de Antonio Navarro, el ingeniero asesinado el 16 de agosto de 2017, y la de Maje, su esposa y acusada de planificar la muerte de su marido, ejecutada por Salvador Rodrigo, enamorado de la mujer hasta las trancas.

Mercedes, la madre de Antonio, no dejó de mirar a su nuera durante todo su testimonio, plagado de dolor. No se habló ese día de derecho, sino de sentimientos, de rabia, del vacío que deja una muerte, de la ira al saber que había sido la propia mujer de su hija a la que acusaba la policía del crimen. Mercedes hilaba largos monólogos en los que contaba cómo se sintió cuando supo que su hijo había sido acuchillado, cómo su nuera ni siquiera la miraba, cómo era Antonio de bondadoso y generoso, lo enamorado que estaba de su esposa… No hacía falta ni siquiera que el fiscal o las acusaciones le preguntasen. Ella hablaba y hablaba sin perder de vista a una Maje en postura penitente, con las manos entrelazadas apoyadas en la mesa y el torso inmóvil, intentando no apartar la mirada de la madre de su marido, que al acabar su declaración se sentó en la primera fila de asientos de la sala, con la vista aún fija en la acusada.

Minutos después entró en la sala María Dolores, la madre de Maje. "Ese, mejor lejos", aseguró que le dijo a su hija al conocer a Salvador Rodrigo. Dolores desgranó todas las virtudes de su hija como sólo una madre puede y sabe hacer y se mostró ciega ante la galería de amantes que el sumario judicial le atribuye: "Yo pensaba que sólo eran amigos". En su ánimo por defender a su hija hasta deslizó una confesión: "Maje me dijo antes de entrar en prisión que Salva mató a Antonio en defensa propia". Con esta declaración, la mujer se convirtió automáticamente en encubridora de Salva, pero todas las partes hicieron oídos sordos. Al fin y al cabo, quien estaba ahí era, por encima de todo, una madre.