Anabel Segura tenía diecinueve años cuando Emilio Muñoz y Cándido Ortiz la introdujeron a la fuerza en una furgoneta el 12 de abril de 1993, mientras ella corría por las calles de La Moraleja, una urbanización del norte de Madrid. Horas después, la asesinaron y durante más de dos años –el tiempo que tardaron en ser detenidos y llevar a la Policía hasta el cadáver– mantuvieron la ficción de que la joven permanecía secuestrada e incluso intentaron cobrar varias veces un rescate.

En aquella época, yo era un joven reportero de sucesos del diario El Mundo y recibí la mejor lección de ética y deontología en mis más de 30 años de oficio. Se cumplían ocho meses de la desaparición de la joven y el 13 de diciembre de 1993 publiqué una noticia (la que acompaña a estas líneas) en la que revelaba que la Policía pensaba que nunca existió el secuestro y que trabajaba con la hipótesis de que Anabel había sido asesinada en las primeras horas de su cautiverio.

La noticia era veraz, tal y como se confirmó diecinueve meses después, tras la detención de Emilio Muñoz y Cándido Ortiz, me valió felicitaciones de los responsables de mi periódico y hasta de los compañeros de la competencia –eran unos tiempos, créanme, en la que los periodistas competíamos en buena lid por dar noticias–. Y también me hizo merecedor de una lección que nunca he olvidado.

Días después de mi exclusiva, en plenas fiestas, recibí una tarjeta navideña en el periódico. El sobre no tenía remite, pero la tarjeta estaba firmada por José Segura Nájera, el padre de Anabel. Con una cuidada caligrafía y un impecable estilo, me deseaba éxitos personales y profesionales y esperaba –decía– que pasase unas navidades mejores que las de su familia. Su hija menor, Alexandra, se había enterado de que casi con toda seguridad su hermana había sido asesinada, gracias a que había caído en sus manos el periódico en el que yo daba la noticia.

La lección me la grabé a fuego. Años después, tuve la oportunidad de disculparme ante José Segura, el hombre que me enseñó que cuando escribo, hablo en la radio o aparezco en televisión, tengo una responsabilidad añadida, la que debemos compartir todos los periodistas que nos dedicamos a los sucesos, los que hablamos del mal y sus consecuencias. Nuestros textos o nuestras intervenciones pueden añadir aún más daño a las víctimas y ese lado, el de las víctimas, es siempre el correcto.

El pasado 26 de diciembre falleció José Segura, un hombre admirable, pese a los golpes que la vida le dio. Mantuvo su inquebrantable fe en la Policía durante los más de dos años en los que no supo nada de su hija. Quizás por ello, unos cuantos agentes, ya jubilados, que participaron en aquella investigación se presentaron en el velatorio para despedirse de él. En los últimos veinticinco años, Segura enterró a su hija Anabel; vio salir de prisión a Emilio Muñoz, uno de los asesinos –el otro, Cándido Ortiz, falleció en la cárcel–, beneficiado por el fin de la doctrina Parot; perdió a su esposa, Sigrid, en 2016… Años terribles, en los que sus dos nietos debieron ser el único bálsamo ante tanto dolor. Descanse en paz. Yo siempre estaré en deuda con él.