Hubo un tiempo en el que los periodistas teníamos muy presente una máxima tan racista en la forma como certera en su fondo: "En el pan como hermanos y en la información como gitanos". Eran otros tiempos, claro está. Eran los tiempos en los que los reporteros que trabajábamos en periódicos acudíamos, al salir de nuestras redacciones, a algún VIPS para hojear las primeras ediciones de los diarios de la competencia y comprobar si la cena de esa noche iba acompañada de la hiel en forma de exclusiva de la competencia o si tenía el dulce sabor del pisotón informativo a los compañeros.

Créanme cuando les aseguro que en aquellos tiempos sin internet ni redes sociales los periodistas no nos acostábamos tranquilos sin esa visita al VIPS, que –si te habían levantado una información– te preparaba anímicamente para la bronca que te esperaba al día siguiente, gentileza del jefe de sección, el redactor jefe o el mismísimo director del diario. Ya digo que eran otros tiempos, en los que los de prácticas no se sentaban en un ordenador sin el permiso de los veteranos y cualquier jefe se ciscaba en tus muertos sin remordimientos y te mandaba a la calle en busca de una noticia para que compensases la pifia.

Eran los tiempos en los que competir era el verbo más acorde con el trabajo del periodista. Competir contra los compañeros de otros medios, muchos de ellos amigos. Podías irte a tomar una copa con el mismo tipo al que habías engañado en una espera, mandándole detrás de un coche, asegurándole que allí viajaba la persona buscada, para quedarte solo y tener la posibilidad de la exclusiva, ese santo grial que daba sentido a nuestras poco sensatas existencias.

Eran los tiempos en los que te llevabas de una casa la fotografía de, por ejemplo, la víctima de un crimen, y no la compartías ni con tu propio padre: la guardabas celosamente hasta dársela a los maquetadores que componían las páginas, como un salvoconducto hacia la gloria. Tiempos en los que te ibas de copas con el compañero al que veías salir, con una sonrisa de oreja a oreja, de una dependencia policial, la misma de la que te habían echado a ti un minuto antes sin nada que llevarte a la boca, es decir, a la edición del día siguiente. Ya ven: en el pan como hermanos, pero a la hora de encontrar información, no hacíamos prisioneros. Tiempos de cuchillo entre los dientes y de un hambre inacabable por la noticia.

En aquellos tiempos –no tan lejanos, hace apenas veinticinco años las cosas eran así– regían unos códigos en la profesión que no estaban escritos en ninguna parte, pero que obligaban a citar al compañero que había dado una exclusiva, aunque la bilis te inundara la boca a la hora de escribir aquello de "según adelantó…".

Hoy las exclusivas duran los cinco minutos que las webs tardan en replicarlas y los códigos han sido demolidos. Los medios reproducen noticias de otros sin rubor y sin citar al medio del que provienen: "Es que he hecho una llamada y me lo han confirmado", he llegado a escuchar a algún compañero. Y con esa llamada tranquilizan su conciencia de copistas de noticias ajenas.

Mención aparte merece la palabra exclusiva en televisión, que en ese medio ha perdido todo su sentido. Entre mis exclusivas favoritas está la del reportero poniendo un micrófono en el altavoz de un portero automático, del que sale una voz más o menos airada que dice, por ejemplo: "No queremos saber nada, déjenos en paz". Pues bien, eso se convierte, bien acompañado de rótulos, en: "¡Exclusiva! Hablamos con fulanito o menganita".

Las exclusivas costaban antes muchas horas de llamadas, muchas citas con fuentes a las que hay que cuidar durante meses o años, muchas calles pateadas y muchas comprobaciones. Hoy basta un micrófono pegado a un portero automático. Ya digo que eran otros tiempos.

En los de tiempos de hoy, hay incluso quienes no tienen reparos en atribuirse como noticias exclusivas, alguna que horas o días antes ha dado otro medio, presentándolas a bombo y platillo, incluso acompañadas de un off que asegura: "Escuchamos por primera vez a…". Ya he dicho antes que los códigos han sido demolidos y no volverán.

Con más de tres décadas en el oficio y 53 castañas cumplidas, tengo la misma hambre que cuando frecuentaba los VIPS a medianoche y sigo citando a los medios que dan exclusivas, aunque la bilis me siga subiendo a la garganta. Pero yo también soy de otro tiempo.