Edith Napoleón llegó a España en los albores de este siglo desde algún país africano. Dijo, como tantas otras mujeres procedentes del continente negro en esa época, que era natural de Sierra Leona para facilitar su asilo. En agosto de 2003, su cuerpo descuartizado fue hallado en un contenedor de basura en Boadilla del Monte (Madrid). Días después, José Luis Pérez-Carrillo confesó la autoría del crimen. Marta Calvo llevaba varios años buscándose la vida, trabajando en distintos locales de Valencia. Ignacio Palma ha confesado esta semana que la descuartizó y arrojó sus restos, que aún no han sido encontrados, en varios contenedores. Las vidas de Edith y Marta valieron lo mismo para José Luis e Ignacio: nada. La despersonalización de sus víctimas –así lo llaman los criminólogos– llega hasta el punto de dar a sus cuerpos el tratamiento de un residuo, de un desperdicio, de una basura.

Edith conoció a José Luis en el paseo de Moret. Él la subió a su coche, mantuvo relaciones sexuales con ella en su casa, la golpeó y la estranguló. Marta conoció a Ignacio a través de internet. Él ha confesado que la mujer murió durante unas prácticas sexuales aderezadas con cocaína. José Luis arrojó los restos de Edith en unos contenedores situados a apenas 800 metros de su domicilio. Ignacio ha contado a la Guardia Civil que dividió el cuerpo de Marta en diez trozos, los introdujo en otras tantas bolsas y los tiró en varios contenedores.

José Luis regentaba una empresa de artes gráficas; Ignacio no tenía oficio conocido, aunque sus vecinos pensaban que era un estudiante colombiano. Ambos tenían buena apariencia. Nadie habría cambiado de acera al cruzarse con ellos. José Luis fue condenado a quince años de prisión, porque se apreció la atenuante de reparación del daño, ya que indemnizó a los familiares de Edith con más de 16.000 euros. Ignacio permanece en prisión, a la espera de que la Guardia Civil avance en la investigación y determine las circunstancias exactas de la muerte de Marta, para lo que resulta imprescindible encontrar los restos de su cuerpo, que a esta hora deben estar sepultados bajo toneladas de basura.

Edith, africana, y Marta, valenciana, se vieron despojadas de lo más inherente a ellas, su condición de seres humanos. Fueron tratadas por sus asesinos como desperdicios. En los tiempos que corren, tan dados a poner etiquetas y adjetivos, habría que encontrar alguna para este tipo de crímenes. Pero, claro, por Edith nadie se manifestó. Y sospecho que por Marta, más allá de los vecinos de su localidad natal, tampoco nadie más lo hará.