Es un dolor único y universal. Desde mediados de los años ochenta acudo a lugares donde ocurren tragedias y he visto cómo lo padecían personas de toda clase y condición en todos los rincones de España y también fuera de nuestras fronteras. Es un dolor que no tiene comparación con ningún otro y que los que tenemos la fortuna de no haberlo sufrido no podemos calibrar. Es el dolor por la pérdida de un hijo, algo tan destructivo que los hombres ni siquiera hemos creado una palabra para referirnos a la persona que lo sufre, como si no nombrarlo ayudase a que desapareciese: en todos los idiomas existen las palabras viudo o huérfano, pero en casi ninguna lengua hay un término que designe al padre que pierde a un hijo. Hace unos meses, leyendo el extraordinario libro de la rabina judía Delphine Horvilleur, 'Vivir con nuestros muertos' (Libros del Asteroide), descubrí que en hebreo sí hay un término para quien ha perdido un hijo: shakul, un vocablo que hace referencia a la rama a la que se le ha arrancado el fruto.

Recuerdo los primeros velatorios a los que acudí como reportero, cuando los cadáveres se velaban en las casas y el difunto llenaba de dolor todas las estancias, mucho más allá del tamaño de su féretro. Vienen a mi memoria los padres de las niñas asesinadas en Puerto Hurraco clamando venganza al otro lado de las persianas bajadas o el multitudinario funeral de Alcàsser, donde ninguna de las decenas de cámaras que había allí fue capaz de medir el dolor de aquellos seis padres y madres que despidieron a sus hijas una tarde de viernes pensando que volverían a casa tras una noche de fiesta. Revivo tragedias como el 11M, el accidente de autobús de Torreblanca, el choque de trenes de Chinchilla o el siniestro de Spanair en Barajas. En todas ellas vi a padres romperse y perder una parte de ellos mismos al comprobar que su hijo estaba entre esos impersonales 191, 45, 19 o 15 muertos de los que hablábamos los medios.

Nada se puede comparar al dolor de perder un hijo. Lo he vuelto a ver hace unos días en Loma Colmenar, el barrio de Ceuta donde vivíaMohamed, un niño de ocho años asesinado a golpes. Sus padres, musulmanes, iniciaron el duelo arropados por el vecindario y asediados por los periodistas que nos desplazamos hasta allí. Las mujeres de la comunidad cocinaron cuscús y sirvieron té moruno y pastas en los patios que separan los bloques de viviendas para todos los que estábamos alrededor de la familia, un convite que podía confundir a quienes no estamos acostumbrados a los rituales musulmanes. Pero al cruzar la puerta de la casa en la que hasta hacía unas horas zascandileaba Mohamed, volví a vivir el dolor que vi en tantas otras partes, el dolor universal, el insoportable dolor de una madre y un padre a los que habían arrancado su fruto, tal y como refiere la palabra hebrea que los define: shakul.