Suena el despertador. La primera alarma. Esa que pongo para poder ir al baño en soledad, tomarme el café, respirar, repasar lo que tengo en el día. El 90% de las mañanas esto se queda en un deseo incumplido porque, aunque he aprendido a desplazarme por casa, cuando duermen las niñas, casi levitando, tienen un sensor que les avisa de "mamá ya está despierta, ¡vamos a por ella!". La segunda alarma suena y ya estamos en marcha. Vestir a la pequeña, convenciéndola de que no se puede poner el disfraz de Frozen para la escuela, discutir con la mayor que solo quiere ponerse el mismo pantalón todos los días de su vida y desesperarte con la mediana, que va a "su ritmo", seguramente el ritmo que todas deberíamos llevar, pero no podemos. Mientras van a la cocina a desayunar con el padre, me visto, me tapo las ojeras, hago las camas y respiro, mientras las escucho gritar por una u otra cosa. ¡Estamos! Preparamos mochilas, revisamos agenda y ¡al colegio!

Respiro un segundo.

Cuando te sientas a currar, te metes en la rueda de reuniones, llamadas, entrevistas, imprevistos, proyectos, ideas, pago de autónomos, problemas con la fábrica, mientras piensas en que tienes que ir a la farmacia, en la cita del otorrino de la mayor y en el plazo pendiente de pago… Llega la hora de la comida, que se soluciona en 5 minutos engullendo unas lentejas de la buenaabuela (hoy ha habido suerte con el tupper), un rato más de trabajo y al lío. Recogerlas, extraescolares compartidas con el padre y sin darte cuenta estás en el bucle cenas, baños, mientras revisas el email, y lo peor de esta mi santa casa: que se vayan a dormir. Hemos probado todos los métodos, pero aquí siempre es pronto para dormir. Cuando por fin escuchamos el silencio, nos atrapa de tal manera que nos paraliza. Ya no tenemos fuerzas ni para ver una serie, ni para hablar, ni para repasar esos temas pendientes desde hace semanas, ni para darnos un beso. Con suerte poner el cuerpo y la mente en modo ameba y conciliar el sueño para coger fuerzas para el día siguiente.

¡Ah! La lavadora, hay que tenderla.

En este suceder de los días en los primeros años de crianza, te olvidas de ti misma. Luchas para que no ocurra, te lo repites cada día: "mi M de Mujer", pero queda aplastada. No hay plan B. Ya te lo sabes: si no te cuidas, pasa factura, una factura mental que te lanza al lado oscuro, ese en el que conviven la ansiedad, la perdida de sentido y los pensamientos negativos. "Pero si lo tienes todo". Quizás es que este "todo" que nos vendieron es "demasiado". Porque en este TODO infinito no hay lugar, espacio ni tiempo para nosotras mismas. Para el tiempo propio. Para el bendito autocuidado. Pero es que el autocuidado no es una hora a la semana, que, haciendo encaje de bolillos, colocas a las niñas, reservas tu clase de deporte o sales a correr y sigues con la misma locura. El tiempo propio tiene que ser un tiempo para poder pensar, conectar, reflexionar, leer, pasear, estar, sentir y si ese tiempo es constante y equilibrado entonces puedes cuidarte, puedes buscar esos momentos de deporte, descanso, lectura y llegar a ellos con la calma necesaria. Pero el tiempo de las madres es un tiempo encajado entre miles de tareas y entonces se convierte en un tiempo de estrés, no disfrutado, sino en un tiempo extenuante, con culpa, con ansiedad y con una sensación de "para esto, mejor no hago nada".

Hoy 4 de mayo, Día de la Salud Materna, os dejo un dato del estudio 'La hora de Cuidarse' de Malasmadres y DKV.

Tan solo un 10% de las mujeres encuestadas considera que su nivel de autocuidado es bueno.

Hemos comprado una vida que nos coloca en un lugar muy difícil. Cuando la crianza se va relajando y las niñas se entretienen, van creciendo y teniendo otros problemas, nosotras tenemos algo más de tiempo físico, que no mental, pero hemos olvidado cómo hacerlo, hemos perdido la práctica y de repente nos vemos de frente al espejo sin saber quiénes somos. Perdidas. Sin rumbo. Acostumbradas a construir nuestras vidas a partir de los demás. Acostumbradas a mirarnos de refilón, no nos reconocemos en el reflejo y llega LA CRISIS. Una factura mental que pagamos a un exceso de trabajo, de carga mental, de producir, de hacer, de actuar. Esta crisis resulta tan profunda que atraviesa, pero, aunque duela, es el primer paso para despertar y tomar conciencia de que hemos sido engañadas y de que la salud mental materna ESTÁ ABANDONADA a su suerte. Y que no es nuestra responsabilidad individual, sino que es social. Porque este TODO que nos han vendido, nos aparta de la vida pública, de la sociedad, del sistema y nos empuja a un estado mental frágil y dependiente.

Y cuando nos damos cuenta, en ese dolor profundo, en ese vacío que ahoga, necesitamos ayuda. Una ayuda que no llega, una ayuda que se convierte en muchas ocasiones en pastillas que tapan el problema porque no tenemos tiempo, no tenemos dinero y lo que es peor: "nos da vergüenza". El 66% de las mujeres reconoce que no ha pedido ayuda psicológica, pese a sentir desbordamiento y tristeza y una de las razones, junto a la falta de tiempo y dinero, es por "vergüenza al qué dirán". Dato recogido también en el Estudio 'El Coste de la conciliación' de la Asociación Yo no renuncio.

A las madres un día nos vendieron que tendríamos todo y no nos dijeron que sería a costa de nuestra salud mental, pagando un precio demasiado alto, para que este sistema productivo, que deja los cuidados a nuestro cargo, se mantenga, mientras nosotras nos perdemos, pensando que no somos suficientes.

¿No somos suficientes?

¡Despertemos madres! No estás sola. Eso que sientes no es propio, es colectivo y no nos vamos a callar.