"¿Por qué los grandes gurús de Silicon Valley prohíben a sus hijos el uso de las pantallas? ¿Sabías que jamás en la historia de la humanidad se había producido un descenso tan pronunciado de las capacidades cognitivas?". Estas dos preguntas directas al alma se leen en la contra del libro La fábrica de cretinos digitales, del francés Michel Desmurget, que revolucionó el mundo digital en 2020 y que llegó a mis manos el año pasado. Confieso que cuando leí el título no me gustó. Porque en este tipo de discursos siempre hay un tono "culpabilizador" a las madres que me echa para atrás. Y digo madres porque, como dejan claro nuestros estudios, la gestión emocional de los niños y las niñas es cosa de las madres. Más culpa para nosotras, por favor.

Pero este tema cada día me preocupa más, y menos mal, porque no es algo personal, sino una corriente social que cada vez se hace más fuerte, con un movimiento de unión de muchas familias, en el País Vasco primero y ahora en Barcelona, para retrasar la llegada del primer móvil. Los datos dejan claro que, a los 12 años, edad a la que suelen tener el primer móvil, y que "casualmente" coincide con el comienzo del instituto, no están preparados para todo lo que hay detrás de una pantalla de smartphone.

Desmurget, doctor en neurociencia y director de investigación en el Instituto Nacional de la Salud y la Investigación Médica de Francia, denuncia el consumo desproporcionado de pantallas de nuestros hijos e hijas desde la infancia, y le sobran argumentos a lo largo de las 400 páginas -y con una bibliografía extensísima- que recomiendo. Es precisamente Francia quien lidera el movimiento en contra del uso de las pantallas en la infancia y la adolescencia, siendo el primer país en prohibir su uso en las escuelas en 2018 a menores de 15 años y con una propuesta de ley actual para que no se vendan los smartphones sin control parental.

Nos llevan adelanto sin duda y es inevitable, llegados a este punto, pensar en cómo estamos educando digitalmente a nuestros hijos e hijas. Cuando una niña o un niño llega a la ESO, hablo de educación pública, trabajan a través de la plataforma Classroom, para lo que necesitan acceso a internet; trabajan en grupos, se conectan online para proyectos y la tecnología está en el propio aprendizaje diario, con enlaces a vídeos en YouTube y otras aplicaciones. Sinceramente no creo que en esta educación digital, siempre y cuando estemos presentes, radique el verdadero problema, aunque sí que habría que regularlo y apostar por una educación con más salidas al exterior, en contacto con la naturaleza, con el juego y las relaciones sociales, lejos de las pantallas.

Pero es que entre prohibición y libertad hay muchos matices. Lo que no podemos hacer como madres y padres es dar un dispositivo digital con barra libre de uso, wifi non stop y acceso ilimitado en tiempo y contenidos. La mayor parte de las madres, según nuestro estudio Tenemos Like, controla el uso de las pantallas a través del tiempo, pero confiesa no saber activar un control parental o qué contenidos ve su hijo/a. Esto tiene que cambiar. Tenemos que asumir la responsabilidad que tenemos en nuestras manos, poner normas, límites y dedicar tiempo a saber qué están haciendo detrás de la pantalla, igual que lo hacemos cuando nos preocupamos por su círculo social, la educación afectivo-sexual o el consumo del alcohol. Mi hija cumple 12 años en diciembre y no tiene móvil propio, ya os digo que es un caso extraño. Para sus estudios usa un smartphone de la familia, con uso limitado y control parental. Por supuesto no tiene redes sociales. Pero sabe perfectamente cuál es el baile de moda de Tik Tok o qué es un reel de instagram. Van por delante y socializan digitalmente. Para que ella pueda acercarse a las pantallas y hacer un uso adecuado hay que hablar de ello, acompañarle, mostrarle los peligros que supone y trabajar su autoestima, su confianza y los valores que queremos que dirijan su vida tanto online como offline.

No seré yo quien diga que no hay que prohibir porque pienso claramente que el smartphone se ha convertido en una droga, que genera una adicción muy peligrosa y que, si ya me es difícil controlar su uso a mí como adulta, imaginemos a una adolescente, pero lo que sí quiero es que reflexionemos que si llega el día que se prohíbe el uso de móviles hasta los 16 años, como ya recomienda Europa, a los 16 años vamos a tener el mismo problema. Porque el impacto que tiene en la salud mental de nuestros hijos e hijas las pantallas sin control no se soluciona solo con prohibición, sí con educación y con un conjunto de la sociedad comprometida: familias, escuelas, instituciones y, por supuesto, empresas, que están detrás de lo que el algoritmo nos muestra, generando adicción a niños y adultos.

El psicólogo Francisco Villar va más allá y con dureza, pero con evidencia científica, relaciona el suicidio con el uso de las pantallas. Esta realidad nos duele, profundo, pero ese dolor nos debe servir para despertar, no para dar la espalda a lo que de verdad nos importa que es la salud mental de nuestros hijos e hijas. Dejemos que se frustren, que se aburran, que corran, imaginen y se desarrollen sin tener siempre delante una pantalla porque el daño que acarrea ya está estudiado. No hay que esperar más.

Decía mi amiga Susana el otro día mientras compartíamos inquietudes sobre el tema que "cuando la salud mental no la pueda absorber el Estado, tomarán medidas y asumirán responsabilidades" y no le falta razón. Villar cuenta en un artículo reciente que en el hospital San Joan de Déu de Barcelona han pasado de atender 250 episodios de conducta suicida en adolescentes en 2014 a 1.000 en 2022. Y que la relación del uso de pantallas con la pérdida de salud mental es incontestable.