Escribo apoyada en un cristal desde donde se ve, cuando es de día, una cordillera nevada sobre el agua. La planicie de agua no es un mar, pero tanto lo parece; es el lago Titicaca. Poca cosa se puede hacer más que dejar que te absorba su azul coronado de agujas blancas, a la hora del amanecer o de la última tarde. En este silencio es grato leer.

He acabado un libro que empecé hace meses en Madrid, y que a lo mejor no pude continuar por el ruido. Es la novela de Garth Greenwell, 'Lo que te pertenece', publicada en 2018 por Literatura Random House. No quiero hablar de belleza, quiero hablar de soledad. El protagonista de este libro es un profesor estadounidense que trabaja en Sofía, Bulgaria. En los baños públicos del Palacio Nacional de Cultura de la ciudad, conoce a Mitko, una oscuridad atrayente a quien pagará por sexo, y con quien tendrá una narcótica y delgada relación. Dicen, y tienen razón, que este libro habla de culpa y quizá de amor, pero yo quiero hablar de soledad. Me he dejado llevar por su prosa (la traducción es de Javier Calvo), por los límites de esa ciudad del Este, por los rasgos de Mitko y su indolencia, por esa especie de agonía controlada con la que carga el protagonista. Pero hubo un momento que me sobrecogió especialmente, y es cuando el profesor, analizando la construcción de su identidad, quizá la de sus dolores, recuerda el momento en que, siendo un adolescente, ve rota la relación con su padre. Qué se espera de un hombre. Con qué voluntad de fiereza se lo deja solo, a menudo para siempre.

Desde la cocina de casa de su madre, el protagonista habla con su padre por teléfono. Este ha confirmado, leyendo unos diarios, que su hijo es homosexual. Lo acusa no ya de romper lo establecido, sino de que le gusten los niños. Como si él mismo no fuera un niño. Recibe la daga de la repulsión, de la condena, es culpable de un delito. Recibe la reprobación de su padre (se deconstruye automáticamente, dinamita su identidad), entre lágrimas lo escucha decirle que ya no es su hijo. "Y una mierda eres mi hijo". Ser hijo es algo que uno tiene que merecer. Ser hombre es algo que uno tiene que merecer. En medio de todos sus privilegios, los deberes del hombre pueden ser inhumanos. No hay consuelo para el futuro profesor, ni siquiera la mano de su madre en la espalda. Si tu padre te niega, eres negado. ¿Está solo el hombre antes de la negación? Estará solo para siempre después. Qué se espera del hombre. Del hombre solo.

Me estremecí en ese momento del llanto ajeno, y recordé otras soledades monstruosas. La soledad del protagonista de Leviatán, la fabulosa película de Andrey Zvyagintsev, ese hombre que lucha sin sentido al límite del Círculo Polar Ártico, por su casa (qué diferentes la construcción identitaria del símbolo casa para el hombre y para la mujer), contra la adversidad de la burocracia, del Estado, padre que da y quita, del poder que otorga mereceres. Esa soledad sin consuelo de vodka y sin consuelo de mujer y sin consuelo de nadie, porque la anulación es más fuerte que la resistencia. Recordé a otro profesor solo a lo largo de una vida entera, el protagonista de 'Stoner', la novela de John Williams, quien a pesar de la delicada confección de sus deseos, construye su vida en torno a los deberes, y prácticamente nada consigue insuflarlo de emoción, jamás de plenitud. Por último, recojo también unas soledades nuevas, descubiertas en este país horadado que es Bolivia, las que muestra la deslumbrante escritora Hilda Mundy en sus textos acerca de la Guerra del Chaco, publicados en 1936. Algunos amigos, algunos casi desconocidos también, le dejan mensajes antes de partir a la desastrosa guerra contra Paraguay: "Por favor, no me olvide, nunca me olvide". Esa otra terrible soledad del soldado que lucha por su patria, del hombre que marcha a un combate de hambre y es masa y es deber, y no es nada más que la figura obligada de la hombría y de la identidad suprema de un país. El ruego del hombre solo que al menos pide recuerdo, como si este fuera a sobrevivirle, a construirle tras su destrucción.

Me ha dado por pensar en ese tenebroso lado del privilegio: la frialdad del hierro del hombre solo, del hombre que es negado por no ser lo suficientemente hombre. Esas marcas letales, esa cuantía, diseñadas por otro hombre solo (nunca por una mujer), embebido de cumbre y de triste fortaleza.