A veces no sé qué pensar de lo que ocurre a mi alrededor. Me pasa también cuando estoy viendo una película, por ejemplo, que tardo unos minutos, incluso el metraje entero, o quizá un par de horas después de que haya acabado, o puede que necesite unos días, al menos una noche, una almohada, para saber cuál es mi verdadera opinión sobre ella. No sé si es inseguridad o simple caos informativo. No sé si es presión cultural o que soy así, que a veces me pasa. Por ejemplo, me ocurrió con el capítulo tres de la última temporada de Juego de Tronos: pensé que me había gustado mucho, aunque casi no fui capaz de mirar la pantalla, aunque todo me parecía una barbarie del pacto de ficción, pero luego hablé con una amiga que me dijo: menuda mierda, y automáticamente sentí que lo era: una mierda. No pasa nada por cambiar de opinión. Con el final de la dichosa serie no tuve duda alguna. De hecho lo vi como quien ve una carta de ajuste: viviendo la vida, algo mucho más fascinante que estaba ocurriendo al mismo tiempo, fuera de la televisión. Y sí: menuda mierda, ese fue mi diagnóstico. Esto no es nada grave. Mi opinión, generalmente, necesita de tiempo, estímulos, referencias y experiencias, y se va forjando y solidificando hasta construirse, en un grado medio de flexibilidad, para futuros vientos y sequías. Con los libros suelo tenerlo más claro. La lectura es algo lento que requiere de una total voluntad de atención: la experiencia de leer es mucho más única. Menos traicionera. No pasa lo mismo con el dolor.

Hay algo que me preocupa más. El tiempo y la experiencia (la historia, al fin y al cabo) van haciendo que nuestra mirada cambie de rumbo, o se haga más o menos incisiva, o atraviese las realidades de otra manera. Cuando era joven pensaba que la madurez era un manto opaco para los ojos. Me aterraba que me sucediera eso en el futuro. Supongo que en algunos aspectos me ocurre, pero en otros me doy cuenta de que, si una hace un trabajo intenso de análisis, distancia, empatía y autocrítica, la madurez puede convertirse en un superpoder ocular. Uno que quizá no sea agradable (como cuando los médicos pueden ver el sinfín de cosas que hay detrás de un simple dolor de cabeza) pero que es muy valioso. Yo no sé si siempre lo consigo, pero ojalá pudiera.

Hace unas semanas, me trajeron a casa un libro de fotografías de Enrique Cano, titulado 'Personalmente', que se publicó en el año 2008 y que reúne las imágenes preferidas del autor. Me fascinó. Encontré caras conocidas, momentos estelares de la historia de España de los años setenta, ochenta, noventa. Entre ellas había una fotografía de Cándida Galán, de 1981. Cándida era actriz, y en la imagen aparece de espaldas, con unos pantis a rayas hasta arriba de los muslos y unos tacones de aguja negros, contoneándose. Sus nalgas, la curva de la musculatura que sostiene su espina dorsal, el flequillo tapándole los bellos ojos pintados y media sonrisa en alza, como uno de sus brazos. El pie de foto de Enrique Cano dice así: "Era la más divertida del espectáculo. Correteaba de un lado a otro y siempre lucía una sonrisa. Unos años después su novio intentó asesinarla a puñaladas y la dejó paralítica. Pero no pudo quitarle la sonrisa. Un beso, preciosa". Bum. Su novio intentó asesinarla a puñaladas y la dejó paralítica. La potencia desgarradora y a la vez la liviandad de ese pie de foto me dejaron un regusto a tiempo pasado, a tiempo actual, a una realidad imbatible. Lo que es imbatible es la realidad. Luego está el cristal con el que se mira.

He buscado información sobre ella. Algo he encontrado, pero no mucho. En 1984, Maruja Torres escribió un reportaje para El País titulado "Este crimen será un libro". En él habla de la poca bibliografía que había en España sobre la literatura del crimen. Habla de novela negra, de páginas de sucesos, de asesinos en serie y de médicos forenses. Habla de algo apasionante, ciertamente. Y, entre medias, cuenta lo que le ocurrió a Cándida Galán en 1982: que la apuñaló un hombre, su novio, que le sesgó la médula y la yugular, que luego estuvo conectada a trece tubos, que contra todo pronóstico y gracias a la más férrea de las voluntades de vida, ahora solo le quedaba una leve cojera. Cándida había contado su historia incluso en televisión. En el reportaje, se cita a la actriz: "Ahora, la gente no me mira los ojos, sino al cuello. Buscan las señales del cuchillo. Porque a la gente, lo que le gusta, es la sangre. Por eso se leen las novelas de crímenes. Por el morbo". Yo justo en esos años era demasiado pequeña, pero al poco tiempo ya estaba leyendo, con sed, novelas de crímenes perfectos. Sé cómo habría visto este suceso, a través de qué ojos. Puedo imaginar cómo lo vio la sociedad, qué lectura hizo de él, si es que hizo alguna. Hasta hace bien poco, solo había una lectura para ese crimen. Una lectura casual, no reivindicativa. No en alerta roja.

Hoy habría sido diferente. Y dentro de la ingenuidad que me queda, me doy cuenta de cuánto han cambiado las cosas, pero solo en la mirada. En algunas miradas. Apenas hay una grieta abierta en los párpados, todavía. Pero el relato ha cambiado. Porque ese pie de foto (tierno, cuajado de dolor, sí, pero), escrito hace apenas diez años, hoy me da una información terrible, la confirmación terrible del silencio, de la resignación, de la tapadera. El peligro de los privilegios que se asentaron hace miles de años en miles de lugares a la vez. Yo a veces no sé qué pensar de lo que ocurre a mi alrededor. No siempre soy capaz de formular mi opinión al instante, de construir mi posición ante algunas cosas. Todavía dudo ante ciertas batallas, incluso a veces tiemblo, y en ocasiones me escondo para no opinar. Pero hay una cosa que tengo clara: no daremos ni un paso atrás en la mirada. Y cuando seamos iguales, entonces dejaremos descansar la rabia.