La calle Nazaret en Fuenlabrada está dentro de una de las zonas confinadas. A las diez de la noche era más fácil encontrar algún vecino dentro de las casas de apuestas, que apuraban hasta un poco más de la hora del cierre para ganarle unos euros al barrio, que en las calles. Codere estaba más presente que los viandantes. Pasear por las calles desiertas de un barrio donde afloran los negocios de la miseria ajena ayuda a comprender por qué en esta zona los contagios son más altos que en los barrios bien que Ayuso ha protegido de restricciones. El modo de vida que provoca más contagios es el que te hace vender la tele para pagar el alquiler.

Las pocas personas con las que puedes cruzarte en el primer día del confinamiento selectivo y clasista llevan los aparejos del currela tipo de la zona, bolsas de plástico colgadas del brazo de una mujer en una parada del autobús y un paleta vaciando las herramientas de la furgoneta. El cumplimiento de cualquier restricción, a pesar de saberlas injustas y discrecionales, hasta sorprende. Una mujer rodea el parque dando una vuelta de varios cientos de metros por no acortar diez por el parque clausurado a pesar de que la cinta que anuncia la orden de restricción de Ayuso y Aguado yace sobre el suelo. No hay nadie, solo yo la veo sin que ella sepa que la observo, y aún así anda con prisa por el camino largo sin quebrar una prohibición absurda y sin sentido. Pero cumple, golpeando con saña el estereotipo del que se contagia por su modo de vida. Migrante, pobre y del sur de Madrid, pero ni siquiera cruza diez metros por el parque para llegar antes a casa después del trabajo pasadas las once de la noche. Siento orgullo de pertenencia al verla alejarse.

Si los barrios se humanizaran los del sur de Madrid están cansados y enfermos. La poca alegría que se respiraba al aire libre, en los parques, con las risas de los niños y las carreras de los perros han quedado clausuradas. Nos han quitado las rosas. La única actividad es la laboral, el único ocio, de pago. Vapuleados, humillados, estigmatizados y condenados, pero siempre con dignidad y la cabeza alta. Porque si algo saben las gentes que habitan los barrios pobres de la Comunidad de Madrid es de responsabilidad, sacrificio y esfuerzo. Por algo son clase obrera.

Pero todo tiene un límite. Han sido la mano de obra que ha sostenido el país durante la primera ola de la pandemia y ahora les condenan por su sacrificio. La clase trabajadora que ahora ponen en billetes los anuncios de bancos para sacarles los restos ha soportado de manera estoica cada crisis económica y en la sanitaria son el baluarte que protege a la mayoría en la comodidad de su hogar. Se han contagiado para que otros tengan sustento y salud mientras tenían que ver cómo los servicios sociales se les iban recortando y hurtando. Una política humana que no solo mire el beneficio empresarial habría pagado esa generosidad por el colectivo con una ampliación de recursos, dando a los que más lo necesiten más dotaciones asistenciales para que vieran recompensado ese esfuerzo y no se sientan abandonados a su suerte. Pero han decidido castigar su condición social y hacer la vida más difícil de quien se contagia por tener una vida muy difícil.

Están cansados, muy cansados. Pero el confinamiento clasista ha aflorado la rabia, una rabia contenida y en tensión que por ahora está mitigada y no explota por el miedo a que los suyos se contagien y la presión asistencial en los hospitales les deje sin compartir con ellos un verano más. Una rabia que puede tornar en ira cuando sientan que ese abandono es tan estructural como la situación de sus servicios sociales. Los barrios del sur se sienten como un perro apaleado, años de golpes que les han maleado y reprimido están sosteniendo una reacción iracunda que la emoción comprendería. Los ojos de los barrios se están inyectando en sangre y ayer solo vieron banderas cuando necesitan enfermeras. No sigan tentando a la suerte.