Estos días muchas de las personas con las que cualquiera hablamos tiene la sensación de confundir el nudo en el pecho que crea la ansiedad con los síntomas del coronavirus. El virus tiene también la capacidad de contagiar sin llegar a tocarnos. Su sola existencia, la situación que ha provocado, tiene la fuerza suficiente como para incluir la angustia y la ansiedad como uno más de los síntomas de esta enfermedad que ha arrasado con los pilares básicos que conforman nuestra cómoda existencia.

El mayor porcentaje del encierro lo estamos ocupando en realizar juegos, ocupaciones, actuaciones y labores que ayuden a desatar el nudo. A olvidarnos de las angustias, incertidumbres y preocupaciones que liberen el pecho de su opresión. Pero de repente, cuando se baja la guardia, el jodido se hace marinero de entalingadura. Cualquier lectura, noticia o pensamiento puede hacer que los correajes se hagan fuertes. Cada uno tendrá sus propios temores y monstruos. Pero hay uno por encima de todos que parece especialmente cruel, morir en soledad.

'Han sido muchos los españoles que estos días han dejado la vida sin caricias'

En la serie "A dos metros bajo tierra", Nate, el hijo mayor de la familia, explica lo sano que es despedir como las familias sicilianas a nuestros seres queridos, llorando, gritando, de forma "sucia", antes que la forma aséptica, casi de disciplina militar, de la cultura imperante en EEUU. Este virus ha conseguido romper uno de los elementos fundacionales de la cultura española. El proceso de acompañamiento a la muerte de los seres queridos forma parte de nuestro acervo. Vivimos en una negación constante de la muerte, pero cuando alguien que amamos se acerca a su final necesitamos agarrarles la mano hasta que dejen de transmitir calor, de besar sus mejillas para que su último recuerdo sea una muestra de amor, que sea nuestra voz el último sonido que puedan escuchar en vez del frío pitido de cualquier maquinaria médica. Han sido muchos los españoles que estos días han dejado esta vida sin esas caricias. No hay nada que apriete más el nudo que pensar en todas esas familias que han tenido que despedirse de sus familiares por vídeollamada.

Para nuestra cultura despedir a nuestra gente después de muerta es imprescindible para poder sobrellevar el duelo. Ponerles flores, abrazar para acompañarnos. Llorar juntos. También para quienes durante años hemos creído que estamos por encima de esos ritos y ahora comprendemos lo necesario que es para quien lo necesita. Es tan importante ese duelo que puede hacer empatizar temporalmente hasta por la cultura luterana de la eficiencia y el pragmatismo cuando se argumenta con la crueldad que supone que los ancianos mueran solos. Porque morir solo, que nuestra gente muera sola, se ha convertido en uno de nuestros mayores temores.

'Solo quieren nuestros muertos para vendernos sus flores'

La sociopatía calvinista holandesa argumenta que es mejor dejar morir a los débiles y ancianos. Una aberración que reduce nuestras defensas morales al argumentarse con un dictado de compasividad: "La hospitalización es intrusiva y solitaria y no se admiten visitas de familiares porque están aislados". Es tal el temor al pensar en nuestros familiares queridos solos y con el miedo a morir ingresados sin posibilidad de despedirse, que hasta se pueden derribar nuestras convicciones y preferir que mueran con nosotros a darles una oportunidad de sobrevivir. Un miedo atávico que rápidamente se pasa al ver cómo los Países Bajos tienen una cultura eugenésica inaceptable para nuestro entorno. Sirva de aprendizaje al sur de Europa que una cultura que prefiere dejar morir a sus ancianos no va a tener demasiada compasión con nuestras necesidades. Solo quieren nuestros muertos para vendernos sus flores.

El nudo me ha dejado sin casi un hálito hasta este párrafo. Expresar todos los miedos negro sobre blanco son la manera que tengo de intentar desatar el mío. No estamos bien, estamos regular, mal. O muy mal. Y no pasa nada.