Abascal se imaginaba la moción de censura como el general Pavía redivivo entrando a caballo en el Congreso para acabar con la ruina de España y proteger la unidad indisoluble del país de la miseria de los cantonalismos. El cuadro esbozado de realismo sucio que narraba su cara desencajada por la primera jornada laboral de doce horas de toda su vida era otro muy distinto. El bosquejo se asemejaba más a su propia efigie cayéndose de la cabra de la legión después de haber entrado trotando en el pleno entre el asombro y la conmiseración de los espectadores. Una imagen más bufonesca que imperial ha sido la que ha acabado representando el líder de los posfascistas.

La jornada se antojaba como la ópera bufa que acabó resultando desde primeras horas de la mañana. El sindicato vertical de Vox que responde al nombre de Solidaridad, y que solo sirve para meter color en las apariciones públicas del partido, nos esperaba a los periodistas a la puerta del Congreso. Treinta personas con una salud estrecha se arropaban con banderas escudriñando a los visitantes para ver quién pertenecía a la antiespaña e insultarle un poco. Del grupo salió una diputada, como una Mary Poppins rancia, con una sombrilla con la enseña española que acabó siendo una de las diputadas facistillas. Prometía el esperpento.

Las mascarillas nos recuerdan que estamos en pandemia y hacen torcer el gesto a cualquiera con una moral sana esperando la fatua fascista de Abascal. Nunca les han importado los muertos si no es para sacar rendimiento de su sangre, no iban a ser menos los que mata un virus. El espectáculo comienza soporífero con Ignacio Garriga, el candidato cuota de diversidad para decir que ellos no son racistas. Un ejemplar perfecto de autoodio que da más prioridad a su clase que a su raza y que recuerda al Ettore Ovazza de Mussolini, el judío fascista que también aniquilaron los nazis cuando dejaron de tener paciencia en Italia. No es que abunden los discursos de estadistas en Vox, pero al menos algunos le ponen ganas y entretienen con sus bravuconadas. No es el caso de Garriga, que ponía difícil hasta a los suyos aplaudir de vez en cuando.

El turno de Abascal no ha sido mejor. Más bronco y espeso y menos somnoliento. No mucho menos. Lo que no significa que sea mejor, porque al líder de los fascistas le resultaba difícil hilar réplicas a falta de papeles. Se le hizo muy largo. Se le veían las costuras en los surcos que le dejaban los sudores fríos por el esfuerzo estajanovista al que no acostumbra. El discurso del líder de Vox iba más destinado a quebrar fidelidades en el PP y Ciudadanos que a convencer de la ideoneidad de su candidatura, porque eso no se lo creía ni el propio ponente. Es en esas lides donde ha cosechado el único éxito de la moción, en el intento de derruir los cimientos del votante conservador para atraerlos a su proyecto aludiendo a los grandes éxitos del discurso hegemónico de la carcunda. Una victoria pírrica que patrimonializará Vox, pero no Abascal. Porque el mayor triunfador de la moción de censura ha sido Iván Espinosa de los Monteros, que ya tiene más cerca su golpe palaciego después de que el líder cavara su propia tumba.

El fascismo se ha mostrado desvergonzado y descarnado durante doce horas de desprecio de los valores democráticos universales y los derechos fundamentales de las minorías. Su pavoneo parlamentario tiene una doble consecuencia, hacer más lesivo a la derecha continuar con los pactos con los de Abascal, sobre todo a Ciudadanos. Pero también la buena noticia de la jornada, evidenciar la necesidad de renovar los compromisos fundamentales de todos aquellos que están dispuestos a construir un país tolerante y democrático. La mayoría de la investidura sale reforzada gracias a la exhibición de los camisas pardas de mercadillo.