Hubo una generación de españoles que rompimos la barrera del amor romántico con la escena de la partida de vóley de Top Gun. Hubo una generación de españoles que se ayudó de la música de Michael Jackson, Prince y Madonna para engrasar las caderas. Que rio con Bill Cosby y suspiró con Kirk Cameron. Hubo una generación de españoles que creció con una idea del sueño americano alejada de eso de que cualquiera, si quiere, puede ganar un millón de dólares.

La mía y la de mis amigas era, más o menos, que allí todo era posible. Que los hombres eran Maverick y Goose, amigos leales sin un gramo de grasa en el cuerpo. Que molar implicaba imitar a Whitney Houston y lucir una sudadera de cualquier universidad, porque no sabíamos lo que era la Ivy League. Que ir a Disneyland, el de Miami o el de California, era tocar el cielo. Abrazar a Goofy era el aval del éxito en la pandilla.

Hubo una generación de españoles con referentes culturales de cumbre bilateral. Era Estados Unidos y era España. Lo que allí y lo de aquí. Lo guay y lo que tocaba por estar cerca. Una visión reduccionista del mundo para tirar adelante.

Ese monopolio se rompió antes de la llegada de Trump. O más que romperse, empezó a fragmentarse como las audiencias televisivas. Quizá todo empezó aquella mañana de septiembre de 2011, cuando dos aviones penetraron en las Torres Gemelas, un símbolo del capitalismo fálico que conocíamos hasta el momento. Oficinas llenas de hombres y de mujeres vestidas como hombres, aprendices de Armas de Mujer. Implacables, trabajadores, ansiosos por el bonus de fin de año. Aquello nadie se lo esperaba. Fue el atentado perfecto. Fue el principio del fin.

Desde entonces, imperó el miedo en el imperio. La policía de inmigración se democratizó, en el sentido de que se volvió desagradable con todo el mundo. Las sospechas se hicieron habituales. Qué viene usted a hacer a este país. Su apellido coincide con numerosos bad hombres que campan por ahí a sus anchas. No serán de su familia. Esta dirección que pone usted en el papel no está bien. No querrá usted asesinar al presidente, ¿verdad? Y nuestras bocas secas y nuestras mentes obtusas intentando unir sujeto y predicado en un idioma que no es el nuestro, delante de un maromo de dos por dos y con pistola.

Aquella generación de españoles tuvo hijos, sobrinos. Se echó a las espaldas la paternidad y la hipoteca. Cambió a Bruce Springsteen y Sabina por los Cantajuegos. Asomaron las ojeras y las canas, y Barack Obama se convirtió en un icono pop más. Un presidente ilusionante, un hombre con ritmo en las venas y una mujer más lista que él y con caderas como las nuestras. Pero su etapa nos pilló con falta de sueño, exceso de problemas y algo de desenamoramiento en el cuerpo.

Y entonces llegó él. Y nos pilló por sorpresa. Un actor que no es actor. Un presentador que no es presentador. Un tipo que sigue sin afinar con la base de maquillaje con la que se embadurna el rostro. El mismo al que parece que todo le importa un bledo, el que se prestó a los gags de Saturday Night Live – uno de los programas que más le odian y viceversa- cuando ejerció de anfitrión en noviembre de 2015.

Un empresario hecho a sí mismo, con muchos millones y pocos impuestos, un tipo con exmujer rubia de melena cardada y print animal, un tipo con mujer eslovena con cuerpo de gacela y la mirada de alguien que en el fondo odia su vida. Llegó, se presentó y ganó.

Y mientras, nuestros hijos nos abrieron los ojos. Y Puerto Rico y Corea del Sur entraron en los altavoces de nuestras casas. Y empezamos a cantar otras canciones. Y supimos que Maluma se llama Juancho de tanto cantarlo. Y no nos pareció mal. Y vimos Big Little Lies pero también La Casa de las Flores. Se nos abrió el mundo porque nos lo abrieron ellos.

Y empezamos a viajar. Y empezó a no compensar el ratito en aduanas, por mucho que nos gusten Nueva York y Miami. Y dejamos de considerar Harvard como tótem aspiracional y a Boston como la ciudad a la que mandar a nuestros vástagos para hacer de ellos personas de bien y de buen currículum. Se nos rompió el amor de tanto idealizarlo.

Y aun sabiendo que no es justo, que sigue siendo un país con un montón de cosas buenas, cada intervención de su presidente nos daba la razón. Y cada tuit. Se nos alternó la mofa con el susto. Por culpa de un candidato que maneja la Casa Blanca como un juguete carísimo al que sólo le hará caso, como todos los niños malcriados, unos quince minutos. Que pone en jaque el sistema electoral cuando va perdiendo la partida. Que pone mayúsculas en sus redes sociales, porque sólo le queda gritar.

Gritar y, quizá, volver a presentarse en 2024. Para entonces, Tom Cruise tendrá sólo 62 años. Aún está a tiempo.