Este año Alberto también tuvo cumpleaños feliz. Y fiesta; con tarta y todo. La diferencia es que esta vez él no se lo esperaba. Pero no se lo esperaba de verdad. No como cuando no lo quieres celebrar pero intuyes que por detrás está tu gente maquinando un sarao en tu honor. Jamás hubiera caído en lo que sus vecinos (sí, su comunidad de vecinos) le preparaban a su espalda. Pero situemos la acción.
Alberto, como Irene, Iñigo, José, Grache o Coral, vive en una corrala del centro de Madrid. Una de las de toda la vida, con solera. La que le dan sus 107 años de historia junto a la glorieta de Embajadores, pegadita al barrio de Lavapiés.
Ninguno de ellos se conocía. Eran vecinos pero algunos ni se habían visto la cara. Hasta que llegó el coronavirus y consiguió lo que nada ni nadie hasta la fecha. Iñigo, saxofonista en potencia a sus 12 años, lo resume en tres palabras: “Antes éramos desconocidos”. ¿Eso quiere decir que ya no lo son? A la pregunta responden ellos mismos. Esta es la historia de una corrala que recuperó su esencia de corrala por una pandemia.
Volvamos a Alberto. Vive solo. Su puerta es una más de las 109 de la corrala y no, tampoco conocía a ninguno de sus vecinos. Su piso es de los pequeños del edificio y él, uno de los más de 800.000 españoles confinados en menos de 45 metros cuadrados. Y claro, eso quema. A Alberto le salvó el aplauso diario a los sanitarios. “Al principio éramos muy pocos los que salíamos a aplaudir y poco a poco se fue animando más gente”, relata.
Cada tarde a partir de las ocho la corrala es una fiesta. No solo por el momento aplauso; es más por lo que viene después. Ya casi es tradición: Iñigo se arranca con el saxo, Coral canta, Fernando acompaña con la guitarra y los vecinos, cerveza en mano muchas veces, escuchan desde su puerta o su balcón. “En ese momento nos llegamos a juntar hasta 20 ó 25 personas”, apunta Alberto.
Eso mismo ocurrió el día de su cumpleaños, el 10 de abril. Había planeado un cerveceo telemático con sus colegas y unas cuantas llamadas familiares, pero nada de lo que ocurrió en la corrala. “Una vez sí que comenté con una vecina que me tocaría pasar el cumpleaños confinado, pero ese día, el de mi cumpleaños, no dije nada cuando salimos a aplaudir”, recuerda el propio Alberto. Y continúa: “Después del aplauso se calló todo el mundo y empezaron a cantarme el cumpleaños feliz con la versión de Parchís de fondo y la vecina que lo había organizado todo, ataviada con mascarilla y guantes, me trajo una tarta”.
Ese fue uno de los puntos de inflexión en el confinamiento de la corrala. Alberto, en agradecimiento a su fiesta vecinal, propuso una cerveza y un brindis. Cada uno desde su puerta y levantando la copa al centro del patio, pero un brindis al fin y al cabo. Era la primera vez en muchos años que esos muros contemplaban un acto comunitario de verdad; de vecinos como si fueran familia. El aplauso diario a los sanitarios había resucitado el espíritu de la corrala, pero ese brindis de balcón a balcón hizo que recuperara definitivamente su esencia, la de la vida en torno a un patio.
'Como ya te has tomado una cerveza con tus vecinos, la empatía y la confianza son mayores'
Nadie lo cuenta como ellos mismos. Los propios vecinos. Sus palabras literales, sin aditivos, sobre lo que significó aquel momento reflejan ese espíritu mejor que la prosa de cualquier párrafo:
José: “Ese día no había bajado a comprar y no tenía cerveza en casa. Una vecina sacó una para dármela a mí y eso me pareció un momento precioso. Me recordó a lo que debieron ser las antiguas corralas de Madrid”.
Alberto: “Ese día acabamos de empastar, de hacer grupo. A partir de ahí, los aplausos fueron distintos: como ya te has tomado una cerveza con tus vecinos, la empatía y la confianza son mayores”.
Iñigo: “Yo toqué el cumpleaños feliz con el saxo. Antes éramos desconocidos. Éramos vecinos separados por puertas y no nos poníamos cara ni nombre, pero la cuarentena y ese cumpleaños nos han hecho ganar confianza”.
“La mejor corrala”
Lo de “La mejor corrala” no es un título reconocido ante notario. Tampoco tuvieron que acudir a ningún Grand Prix de las corralas de Madrid para ganarlo. Es una definición autoimpuesta por los propios vecinos, la fórmula elegida para bautizar el grupo de Whatsapp vecinal. El confinamiento también es culpable de la existencia de ese grupo. No todas las comunidades de vecinos pueden presumir de estar conectadas vía Whatsapp. La diferencia es que en esta, desde mediados de marzo de 2020, se respira humanidad. Y la humanidad también se comparte.
José es profesor de secundaria y vive en la corrala desde 2011. Él es uno de los miembros del grupo de Whatsapp vecinal. Su testimonio es fiel reflejo del alma de ese grupo. No es para hablar de las cuentas de la comunidad o de derramas vecinales. Va más allá. “Es muy activo. En el grupo puede haber hasta 300 mensajes diarios; y no te exagero. Hemos creado un colectivo real y virtual que nos sirve de mucho, en el que nos damos mucho apoyo”, apunta.
Grache lleva poco tiempo viviendo en el edificio. También es una de las fijas en el grupo de Whatsapp. Su experiencia de confinamiento en la corrala es diferente a la del resto. Es médica y no siempre puede asistir al aplauso vecinal de las ocho. Pero cuando está presente se le caen las lágrimas: "Se me ponen los pelos de punta. Es muy emotivo”. Por eso agradece tanto el grupo de Whatsapp comunitario. Sabe que aunque no pueda sumarse al aplauso hacia su gremio, le llegarán al móvil las fotos y vídeos del momento en su comunidad de vecinos.
“Hemos estado doblando turnos en el hospital, por lo que a la hora de los aplausos o estoy dormida o no estoy. Hace días coincidió que estaba en casa a esa hora y aún no me había dormido, así que me asomé por ver lo que pasaba y me sentí muy bien. Como si fuera un campamento, un grupo de colegas que se juntaban a charlar”, nos cuenta Grache. Ese día percibió algo distinto. Empezó a ver desde otra óptica la crisis sanitaria y su papel en ella: “Hasta ese momento nunca había sentido que esos aplausos fueran también para mí. Me llegó a la fibra”.
'Hasta ese momento nunca había sentido que esos aplausos fueran también para mí. Me llegó a la fibra'
Los aplausos los había escuchado antes. Por la calle si le pillaban de vuelta a casa o en la tele cuando veía en los informativos el homenaje diario a los sanitarios del país. Pero nunca los había vivido de esa manera. Le faltaba por experimentar el momento corrala, que es el que engancha. Tanto que quien lo prueba, quiere más. Crea adicción; la que te lleva a mirar el reloj cada día esperando que lleguen las ocho o a pedir entrar en ese grupo de Whatsapp.
“Hemos pasado de ser extraños totales a tener relación en otras redes como Facebook”, apunta la propia Grache. Ella, como el resto de sus vecinos, también anima el cotarro en el grupo de Whatsapp para asegurarse de que la fiesta sigue más allá de los aplausos. “Proponemos canciones para tocar después de aplaudir. Es el único grupo que no tengo silenciado en la aplicación”, señala.
Parte de esas peticiones las recoge Coral, la cantante de la corrala. Ella canta casi cada día desde su puerta después del aplauso de las ocho. Lo hace al ritmo de la guitarra de Fernando, su chico. Canta su propio repertorio, canciones a su libre elección, pero también atiende a las peticiones del público, ya sean a través de Whatsapp o a gritos de balcón a balcón. Y eso engorda aún más el espíritu de la corrala. “Cantamos lo que la corrala quiera, sobre todo para que todos puedan cantar. A veces hasta se animan con los coros (risas). Y luego los vídeos y fotos que hacemos nos los pasamos por el grupo”, dice Coral.
Iñigo, el saxofonista de 12 años, es otro de los que no pierde de vista las peticiones vecinales en el grupo. Con él empezó todo. Fue él quien se arrancó con la música desde su balcón. Digamos que su saxo marca los tiempos de la corrala; al menos un rato cada día. “Al principio tocaba dos canciones cada día, pero ya me he quedado sin repertorio y ahora he empezado a cantar canciones para que los vecinos me repitan. Son canciones de animación aprendidas en los campamentos a los que he ido: yo canto y los vecinos me replican”, relata.
Iñigo tiene alma de líder y sus vecinos le esperan. Ha asumido el rol de maestro de ceremonias y no falla a su cita con la comunidad. Si no, se le echaría en falta. “Es el agitador de la corrala”, apunta Alberto. El saxo de Iñigo precede normalmente a Coral y Fernando, pero se empastan a la perfección. “Suele empezar él a tocar con lo que se haya preparado y después ya nos arrancamos nosotros”, señala Coral.
'Cantamos lo que la corrala quiera, sobre todo para que todos puedan cantar. A veces hasta se animan con los coros'
Irene es la madre de Iñigo. Ella también es sanitaria. Enfermera. Es la primera testigo del talento de su hijo con el saxofón e incluso ella se ha arrancado a cantar desde su puerta: “Hasta yo me he echado mis gorgoritos y he tocado el ukelele junto a Iñigo”. A Irene le encanta vivir el aplauso a los sanitarios y sí, también se declara adicta al momento corrala. “Los días se hacen raros, pero sabes que a las ocho tienes que salir a aplaudir y ver a los vecinos. Es como si tuvieras que fichar porque Trini, Carmen, Ángel y todos los vecinos parece que te están esperando. Si falta alguien ya estás preguntando por él”, asegura. Y eso también engorda el espíritu de la corrala.
“¿Quién hay ahí? Necesito ayuda”
La comunión vecinal en la corrala va más allá de los aplausos, las canciones y las cervezas ocasionales. Mucho más allá. Grache, la médica, lo resume con un testimonio certero: “No es solo el momento aplauso. Eso es solo el preludio. Después ocurren más cosas. Alguien lee un poema, otro canta… Es un momento para compartir, aunque solo sean cinco minutos, se crea una comunión social que se agradece mucho”.
Grache sentía tan suyos los aplausos diarios de la corrala que quiso corresponder. En agradecimiento, cogió unos libros de los que todos tenemos por casa cogiendo polvo y los dejó en el portal junto a una nota. No se esperaba la acogida vecinal: los libros volaron y volvió a poner más libros hasta agotar los que tenía. “Ya no puedo poner más porque los que me quedan aún no los he leído”, apunta.
'No es solo el momento del aplauso. Eso es solo el preludio. Después ocurren más cosas. Alguien lee un poema y otro canta'
Su gesto arrancó una cadena de solidaridad. No solo con libros. El portal de la comunidad se había convertido en un mostrador de intercambio. Cojo un libro, dejo una peli; y así. “Se me saltaron las lágrimas cuando recibí una respuesta tan positiva por parte de los vecinos”, recuerda Grache, que también obtuvo respuesta al mensaje que había dejado junto a los libros: “Qué maravilla de nota. Nos cuidas a todos con tu trabajo y al llegar a casa sigues cuidándonos. Dinos qué podemos hacer por ti”. En la imagen que acompaña a estas líneas se aprecia parte de la cadena de mensajes que surgió tras el gesto inicial de Grache. Las paredes del portal se convirtieron en el corcho del pasillo de un instituto, pero lleno de madurez y empatía.
José, el profesor, hace una lectura muy profunda de lo que significa para la corrala esta comunión vecinal: “Antes estábamos solos, no sabíamos a qué puerta tocar si nos pasaba algo en casa y ahora con poner en el grupo un ‘¿Quién hay ahí? Necesito ayuda’ ya es suficiente”. Su reflexión trasciende de ese aplauso, esas cervezas o esa conversación con medio cuerpo asomado a la barandilla del balcón. Su reflexión respira fraternidad y marca las pautas de la vida en sociedad.
Es lo que ha traído el confinamiento a la corrala y lo que esperan mantener más allá del coronavirus y del estado de alarma. Alberto, Iñigo, Irene, Coral… todos han probado ya las mieles de la vida en torno a un patio y no la quieren soltar.
El propio José hace una sentencia muy personal, pero que bien podría llevar la firma de toda la corrala. “El individualismo y la globalización nos han vuelto tan egoístas que nos hemos permitido el lujo de no saber el nombre de nuestros vecinos. Habíamos perdido parte de nuestra humanidad y esto nos la está devolviendo. Cuando esto acabe, lo primero es hacer una fiesta que podamos repetir todos los años. Esto no puede acabar aquí”.