El día está raro. A ratos llueve y a ratos sale el sol. Es primera hora de la mañana en la comisaría de la Policía Nacional de Alcalá de Henares, en Madrid. Un gran edificio en el que conviven alrededor de 400 agentes en turnos. Entre ellos, un pequeño equipo de la UFAM. Una Unidad de Atención a la Familia y a la Mujer.

Me recibe Jorge. Es joven, poco más de 35 años. Me acompaña a la unidad. Todos están ya en sus ordenadores. Un espacio relativamente pequeño. Una sala con cinco puestos de trabajo y dos salas anexas. "Es la periodista de laSexta", anuncia. De nuevo la misma sensación. Muy jóvenes. Ninguno alcanza la cincuentena. Comienzan a presentarse. Se muestran prudentes y observadores. Algo que están acostumbrados a aplicar también a su trabajo diario. No hay uniformes, van de calle. Rápidamente vuelven a sus tareas, divididos entre la protección y la investigación.

Es lunes y hay trabajo acumulado del fin de semana. En los calabozos, un hombre. Ha quebrantado una orden de alejamiento a su pareja. Sara está pendiente de la víctima. Se ha elevado el riesgo así que un caso que llevaba la unidad de la Mujer de la Policía Local pasa ahora a sus manos. Lleva 9 años en la UFAM y se conoce cada episodio de violencia que han sufrido sus protegidas. También al agresor, la de él tampoco es la primera vez ni con la primera pareja.

Ahora su prioridad es que la mujer pueda llegar a dar su testimonio para que el juzgado valore si se aplican medidas más contundentes. ¿Tal vez una pulsera telemática para el agresor? Veremos. Pero la víctima no tiene claro que pueda llegar a tiempo. Un nuevo trámite para ella en un proceso judicial que nunca es corto. Con pocos recursos económicos, faltar al trabajo a veces no es una opción. "¿Dónde está? Si lo necesita vamos a buscarla", señala Pablo, el subinspector al mando.

Paso a paso. Parece que todo lleva su ritmo. La línea entre proteger y acompañar a la víctima es delgada. Hay momentos en los que cualquier presión puede hacer que la mujer dé un paso atrás y no declare.

"¡No me jodas, es él!". El grito de Olaya resuena en la pequeña sala. Todos se agolpan alrededor de la pantalla de Jorge. No puede disimular la alegría. La implicación es total. "Mismo lugar y mismos hechos ¡hasta la foto!", sigue Olaya emocionada. "Esto te va a molar, es alucinante", le dice al jefe.

Una joven ha denunciado en Alcalá de Henares una violación en la zona de la estación de Renfe. Sucedió hace unos meses pero un amigo le ha contado que hay un vídeo circulando. Al ver la denuncia, algo en su cabeza ha saltado. Y han dado la campanada. Hace un año otra joven denunciaba. Una menor, violada también en las inmediaciones de la estación. La descripción y las fotos que ambas víctimas aportan del agresor coinciden. Le tienen identificado. La investigación que tienen por delante será difícil pero no imposible. "Podremos trincarle", asegura Pablo. De ahí la emoción de Olaya. No suele ser sencillo.

¿Qué pasará después? Bueno, ese es otro asunto. El agresor es un menor, en un centro de menores, con unas medidas de vigilancia que se presuponen. El margen de mejora es limitado. De nuevo ese sabor agridulce. A ratos sol y a ratos lluvia.

Pero ellos siguen trabajando. Álvaro, en prácticas, se afana en buscar en la base de datos otros casos relacionados. Estela acaba de comenzar en esta unidad y se muestra más seria. "¡Pásame trabajo, dame más cosas!", le insiste a Pablo. Sabe que las manos son pocas y que tiene que ponerse al día cuanto antes.

Mientras, Sara ha vuelto a hablar con su protegida: "Va hacia el juzgado. Quiere declarar. Se ha cogido un tren". Bien. Nos vamos a los juzgados. Bromean con el coche que se llevan. "Hoy con la visita de la prensa nos dejaban uno nuevo, pero nada, al final no", ríen. No les falta humor. Hasta en las situaciones más serias. Son pocos pero han hecho un gran equipo.

Las lágrimas comienzan a brotar y ya no para: "Me ha dicho que me va a matar"

Víctima bajo protección de la UFAM

Nos vamos. El vehículo no defrauda. Es, por decirlo de alguna forma, un coche muy modesto. Pero se sabe el camino. Mientras, Sara nos pone en antecedentes. La mujer se ha llevado un gran susto, ha escapado de la agresión por los pelos.

Llegamos. Sara es una más. Todos la conocen. Sus visitas a los juzgados son prácticamente diarias. "¿Te has cambiado el pelo? Lo llevas blanco. Uhmm, te lo voy a decir: no me gusta", le espeta con cariño una de las vigilantes de seguridad. Sara responde con una sonrisa. Seguimos caminando.

"Tengo muchas canas, pero me da igual. A mí sí me gusta", nos confiesa. "A mí también, ¿por qué hay que taparlas?", se pregunta Olaya. Todas sabemos la respuesta. Pero esa es otra historia…

La sala en la que esperan víctimas y testigos es fría. Un lugar en el que se juntan desconocidos. La protegida de Sara está sola. El abogado de oficio, con más casos esa mañana, aún no está con ella. Sara se hace cargo de la situación. Se muestra cercana y empática. Pregunta lo justo, escucha y observa. La mujer sujeta en sus manos un móvil y unos papeles. No es capaz de dejar de temblar. Contiene las lágrimas. "¿Mantienes contacto con él? ¿Tiene llaves de tu casa? ¿Sales siempre a las mismas horas de casa?", pregunta. Y le habla del Observatorio de la Mujer y del collar de alerta de Cruz Roja.

Alerta. Una palabra con la que la mujer se desborda. No puede más. Las lágrimas comienzan a brotar y ya no para. "Ese es mi miedo", reconoce. "Me ha dicho que me va a matar", añade en un susurro. Sara mantiene la calma.. "Tranquila. A lo mejor le ponen una pulsera. Así sabremos si se acerca", le explica.

La visita es corta. Apenas 15 minutos. La mujer se queda sola. Nos despedimos. "Ojalá pudiera estar más, pero no llego", reconoce Sara. Ahora mismo tienen bajo protección, junto a la unidad especializada de la Policía Local, a 337 mujeres. Cinco de ellas en riesgo alto, 36 en medio y 136 en bajo. Afortunadamente ninguna está en riesgo extremo. Y en base a esta valoración del riesgo del sistema VioGén, Sara contacta con las víctimas con mayor o menor frecuencia. Un trabajo "diario y constante" de llamadas y visitas. Siempre alerta.

Y es que todo puede cambiar en cuestión de segundos. Sara recuerda el caso de una víctima de violencia de género. Es una de las muchas historias que no ha podido olvidar. "El hombre aprovechó la salida de la mujer para llevar al hijo al colegio y entró a la vivienda por una ventana. Al llegar ella, le atacó con un cuchillo de cocina. Ella se defendió con las manos. Recibió cortes en ambas extremidades y uno muy profundo en la cara. Estuvo bastante tiempo ingresada y sobrevivió", cuenta. "Pero aún hoy tiene problemas de movilidad en las manos", añade. Aún mantienen el contacto.

Las agresiones que se dan son de todo tipo y afectan a todos los niveles, económicos y sociales. Tampoco hay edad. "Es así, no hay un perfil", coinciden Sara y Olaya.

El protocolo cero, un paso más

"Háblale del protocolo cero", le pide Pablo a Olaya de vuelta en la comisaría. Olaya cumple pero su emoción no es la misma que cuando minutos antes hablaba de su vocación. Ella estudió Psicología y comenzó su labor de apoyo a las mujeres como voluntaria. "Cuando descubrí que podía hacerlo desde la Policía no me lo pensé. Ahora soy policía, no psicóloga", dice con contundencia. "Todos somos policías", insiste. En mi cabeza brotan palabras como empatía y escucha. Capacidades humanas que se dan por sentado en servidores públicos pero que realmente dudo que todos, y más bajo situaciones de presión, puedan demostrar. Tal vez una carrera de Psicología sume mucho. En cualquier caso, no resta.

El 'protocolo cero' trata de ayudar a las víctimas que no llegan a denunciar. Se trata de una batería de preguntas, en un primer contacto, y no siempre lo hace un agente de la UFAM ya que en fin de semana no hay servicio de toma de declaraciones. Así, cualquier compañero puede seguir una misma ruta para que nada quede en el aire. Y si es el caso, y la víctima no quiere denunciar, o es otro testigo el que da la voz de alarma, se puede iniciar después una investigación. Un protocolo que permite establecer también si hay riesgo vital para la víctima, si hay menores afectados y si en caso de que la mujer no quiera denunciar, lo puede hacer de oficio la Policía.

¿Es suficiente? Es un cambio reciente, un pequeño paso más. "Es verdad que en los últimos 10 años se ha avanzado mucho", reconoce Pablo.

Pero hay algo que les cuesta verbalizar y con lo que no terminan de sentirse cómodos. Todo el peso se pone sobre la víctima, sobre la mujer, sobre la importancia de denunciar. Es el mensaje que llega desde las instituciones y desde los medios. Y es importante denunciar, pero reconocen que no es suficiente.

La víctima soporta todo el peso

A veces ven situaciones en las que el agresor termina el proceso empoderado. "Y no es que no haya hechos delictivos, sino que no se consiguen las pruebas necesarias o que la denuncia no es suficiente", explica Olaya.

Ellos mismos ven a diario cómo el proceso judicial se alarga, los juzgados están sobrepasados, la lotería que es que el caso lo lleve un magistrado u otro, cómo las víctimas muchas veces están solas, cómo no se hace hincapié en desvincularlas de su agresor o en liberarlas de su dependencia emocional y en muchas ocasiones económica. "El trabajo del Observatorio de la Mujer es impecable", alaba Pablo. "Deberían estar aquí, con nosotros", añade Olaya.

Me lo cuentan en una de las salas anexas. La que hace las veces de guardería. En una esquina asoman varias cajas con juguetes. Para Olaya "esas son las declaraciones más duras, cuando vienen con sus hijos". "Intentamos que declaren tranquilas y nos hacemos cargo de los niños para que no estén ellas pendientes. Los juguetes son para ellos", señala.

"No somos la solución definitiva", admiten. Necesitan ayuda. Más implicación a todos los niveles

Les cuesta decirlo, no es el mensaje que se quiere transmitir desde la Policía Nacional. No es el mensaje de optimismo y seguridad. No es el mensaje más correcto. Pero sí el más real. La realidad que viven los hombres y mujeres que acompañan, protegen, vigilan e investigan cientos de casos de violencia de género que se producen en España. "No somos la solución definitiva", admiten. Necesitan ayuda. Más implicación de la sociedad y que desde las más altas esferas de poder ejecutivo se ponga de una vez por todas el foco en la educación. "Luego vamos a algún colegio y hay padres que no quieren", confiesa Pablo. Ese es otro de los frentes abiertos, la politización de una lacra que alcanza las raíces de lo que somos como sociedad.

Un camino largo aún por recorrer en el que ya se ha avanzado desde la primera línea con mucha vocación y capacidad para empatizar. Con ratos de sol y ratos de lluvia.