Son muchas las voces en contra de un tratado que negocian la Unión Europea y Estados Unidos. Llevan dos años de reuniones a puerta cerrada, pero poco se sabe. Hasta 100 encuentros bajo la premisa del secretismo ha mantenido la Comisión Europea con multinacionales.
"Lo negocian en bajito no se sepa lo que es", denuncian sus detractores, que se movilizan por el miedo a perder derechos: "Hay una serie de intereses ocultos detrás de este tratado que afectan a los ciudadanos europeos". Otros, los defensores, ven en el tratado un progreso: "Toda liberalización de los movimientos de personas, mercancías y capitales fomenta el desarrollo económico y fomenta las libertades de las personas".
Entre los puntos clave, el más polémico, es la posibilidad de que las multinacionales puedan revocar las leyes estatales. Estarían por encima de la Constitución de cada país. Y los conflictos se resolverían con tribunales supraestatales.
Otro de los puntos que genera controversia es la apertura a la entrada del pollo clorado, carne hormonada y productos transgénicos a Europa, donde los controles sanitarios son más exhautivos. Aquí se vela por la calidad del producto en todo momento, mientras en Estados Unidos, los alimentos sólo son examinados cuando van a ser comercializados.
Otro aspecto es la estandarización de la producción. Por ejemplo, una planta de coches de Valencia tiene dos líneas de producción para exportar coches a Europa o a Estados Unidos. Se pretende homologar un único proceso de producción. Así, las multinacionales podrían desprenderse del personal y los proveedores sobrantes, incluso saltarse controles de calidad europeos.
Se habla del oscurantismo que a muchos siembra la duda. Tanto que hasta el nobel de Economía Stiglitz es rotundo en su mensaje: espera que los ciudadanos digan "no".