Me produce angustia pensar en la nueva normalidad.

Porque llevamos dos meses de confinamiento.

En los que hemos aprendido a ser obedientes.

En los que nos hemos acostumbrado a que nos marcasen las pautas de nuestros movimientos.

Produce una extraña tranquilidad el hecho de que te digan lo que tienes que hacer.

O más bien lo que no puedes hacer.

Como si así delegáramos el acto de tomar decisiones.

Se ha revelado estos días de cuarentena algo de regreso a la infancia.

Sí, en esta cuarentena me he sentido de nuevo un niño al que le «hacen» la realidad.

Un encierro casi monacal y uterino.

El control convertido en rutina.

Y resulta que ahora me da miedo salir.

Me da miedo nacer de nuevo al mundo.

Porque mientras la existencia se ha quedado pausada.

No hemos tenido que enfrentarnos a «eso» que nos espera.

A la posible precariedad e incertidumbre disfrazada de normalidad.

Pienso en el exterior y me vienen a la cabeza todas esas fotos fijas paradisíacas.

De aguas turquesas y cielos azules.

Veo todas esas promesas.

Pero sé que al llegar, al pisar esa arena, al permanecer un rato bajo el sol abrasador.

Empezaré a sudar, me picará algún bicho, me quemaré la piel, tendré sed, querré irme.

Comenzaré a sentir que todo sigue siendo el mismo atrezzo de siempre.

Sin sombra, en una salvaje competencia sin fin.

En ese sálvese quien pueda, yo el primero, tanto tienes, tanto vales.

En ese espacio que dejamos al otro lado al encerrarnos detrás de los muros.

Un espacio que ahora podemos anhelar pero que para nada era el deseable.

Porque cuando podamos regresar: ¿queremos recuperar esa vida anterior?

Esa en la que todo nuestro tiempo pertenece a otros.

Esa en la que no paramos de producir y consumir de manera compulsiva.

Esa en la que acumulamos deudas y personas a nuestras espaldas.

Esa en la que el desamparo es lo habitual y tenemos que cuidar de nosotros mismos porque somos invencibles.

Esa en la que no nos dejan sentir para que no pensemos que tal vez no es la vida que queremos.

He escuchado a gente decir que no quiere una nueva normalidad: que quiere la normalidad de antes.

Como si lo de antes hubiera estado «bien» alguna vez.

Como si no hubiera pasado absolutamente nada.

Pero es que ha sucedido.

Nos ha sucedido.

Y hacer como si lo que nos ha pasado a todos a la misma vez fuera un mal sueño.

Es de un apabullante privilegio.

No puedo evitar que todo esto me produzca desazón.

Una latente inquietud.

De si tal vez me habré quedado (más) fuera del planeta.

Si cuando desaparezca la orden de distanciamiento social.

Sabré acercarme.

O peor: Si querré hacerlo.

Si me habré quedado enganchado en el saliente de alguna roca durante la desescalada.

Nadie conoce cómo será la nueva normalidad.

Porque aunque haya gente que aparente cierta naturalidad nadie sabe lo que está haciendo.

Así que cuando se abran por completo las calles.

Que no nos dé vergüenza mostrar nuestra vulnerabilidad, ignorancia y temor.

Y no nos olvidemos de atender.

La de los demás.