Son las 14:00 horas. Se te cae el boli de la mano. Sacas el tupper de la mochila y preguntas a los compañeros "me bajo al comedor, ¿os venís?". O les haces saber que vas tirando hacia el restaurante de la esquina con un "voy bajando y pillo mesa". Comer es un momento social. Lo era en tiempos de las cavernas, cuando todo el clan se reunía ante el fuego para disfrutar del antílope a las brasas y lo es ahora cuando toda la cuadrilla se toma junta el bocata. O cuando sales del gimnasio y te vas con los compañeros de clase al bar de al lado para comentar lo mucho que se ha pasado hoy el entrenador en spinning. O cuando en Navidad nos reunimos con la familia y viejos amigos para ponernos al día y disfrutar juntos. La comida importa, por supuesto, pero la oportunidad de achuchar a abuelos, padres, hermanos y primos con motivo de una comida pesa más que la calidad del asado. El mismísimo Platón equiparaba la comida a la filosofía y era muy amigo de reunirse en torno a la mesa con sus discípulos de la Escuela Platónica para dar buena cuenta de unas viandas.

Sentarse a una mesa con más comensales tiene otro efecto beneficioso: nos liamos a hablar y acabamos comiendo más despacio. Y, por lo general, masticamos mejor y superamos sin problemas los 10-20 golpes de muela que debe llevar cada bocado. ¿Te has dado cuenta de la de veces que vas masticando mientras esperas tu turno de palabra? Parecerá una tontería, pero la masticación es el primer paso de la digestión. Cuanto más trabajen los molares y más actúen las enzimas de la saliva, menos faena tendrá el estómago. Así nos ahorramos contratiempos como la hinchazón, la sensación de pesadez o los gases. Comer en grupo podríamos decir que ayuda a hacer la digestión.

Pero hay otra ventaja nada desdeñable: al empezar a masticar, la ghrelina, hormona que activa el apetito, le manda al cerebro un mensaje anunciando que estamos comiendo. Entretanto, la hormona de la saciedad, la leptina, empieza a calentar en la banda, para entrar en el terreno de juego al cabo de 20 minutos. Es el tiempo medio que el cuerpo entiende que necesitamos para completar una comida. Si la charla es animada y el almuerzo se alarga, es probable que sientas que ya no te apetece seguir comiendo. Eso sucede porque hemos dado tiempo para que la leptina mande al cerebro la señal de saciedad. Cuando comemos solos, tendemos a acabar las viandas más rápido, masticamos menos y no da tiempo a que la leptina empiece a actuar. ¿Ya te imaginas lo que supone, verdad? Efectivamente: llevamos muchas papeletas para engullir, pasar una mala tarde con la barriga levantisca, y, encima, para acabar comiendo de más.

Otra cosa que hacemos al comer solos, para evitar esa sensación de soledad, es aprovechar para mirar el móvil o la tele. Esa tarea nos desvincula del placer de cada bocado, nos privamos de las endorfinas de ese salteado en su punto o de esa deliciosa tarta recién hecha. Y, sinceramente, no anda el mundo como para desperdiciar ocasiones de disfrute, ¿no te parece? Porque, al final, ni disfrutamos de la comida, ni desconectamos del todo. Esto lo vemos en el siguiente punto.

Comemos para dar una pausa al cerebro

Por lo general, vamos por la vida con el piloto automático. Entras en la oficina, te pones a trabajar y te olvidas de todo lo demás. O estás en casa ordenando armarios y pueden pasar varias horas y ni te das cuenta. El almuerzo, la merienda o la cena son esos momentos en los que cortocircuitamos la rutina. Ese parón permite al cerebro tomar un descanso, ponerse a hacer otra cosa y retomarlo más tarde con más perspectiva.

El rato de la comida tiene una importancia vital para reducir nuestros niveles de estrés. El estrés es un mecanismo del cuerpo que nos permite estar alerta ante un peligro inminente, como que ande un león merodeando por la cueva. Cuando el león se aleja, los niveles de estrés bajan. El problema es que en la sociedad occidental vivimos con estrés crónico y no hay leones a la vista. Mantener ese nivel de estrés a lo largo de la jornada, no solo deteriora la salud a largo plazo, también reduce nuestra creatividad y nuestra capacidad lógica.

La pausa para comer tiene efectos balsámicos. Es fácil que después de comer vuelvas con la mente despejada y en una hora tranquila rindas más que en toda la mañana atascado.