Los atracadores de bancos no son gente simpática ni merecen la empatía y, mucho menos, la admiración de la ciudadanía. Cualquiera que haya vivido un robo con intimidación en una oficina bancaria o que haya visto a un delincuente de este tipo en acción lo sabe, pero la fascinación por el mal y el atractivo con el que la ficción reviste a muchos criminales han provocado inexplicables simpatías. Jaime Giménez Arbe, en prisión desde el año 2007, es uno de esos delincuentes que gozó de cierta adhesión entre el público. Fue El Solitario durante catorce años, en los que atracó una treintena de bancos por toda España. Siempre actuaba solo, disfrazado y provisto de armas reales –que manejaba con cierta habilidad– y en pocos minutos se llevaba todo el dinero posible. Así obtuvo un botín cercano a los 600.000 euros, asesinó a dos guardias civiles, provocó un tiroteo en el que murió un policía local e hirió a dos empleados de banca. Lleva trece años privado de libertad, primero en Portugal, y ahora en la cárcel de Topas (Salamanca), donde sirve el rancho a sus compañeros del módulo 13.

El Solitario, una novela gráfica escrita por Lorenzo Silva y por mí e ilustrada de manera magistral por Cristóbal Fortúnez, recoge las andanzas de Giménez Arbe y su cacería, en la que participaron policías nacionales, guardias civiles y agentes portugueses. El libro se centra deliberadamente en ellos, en los cazadores, y en las víctimas de El Solitario y huye de cualquier glorificación del delincuente, un tipo que en toda su vida cotizó una semana a la Seguridad Social y que optó por el camino del delito como forma de vida. Tras su humillante detención en Portugal –media docena de policías le cayeron encima cuando se disponía a asaltar un banco en Figueira da Foz–, se dedicó a camuflar su verdadera cara –la de chorizo, cualificado, pero chorizo– en una suerte de guerrillero anarco-revolucionario: "No soy un atracador, soy un expropiador de bancos", repetía en los sucesivos juicios, en los que acumuló condenas que superan el siglo de cárcel.

La realidad es bien distinta: Giménez Arbe no expropiaba nada, ni repartía sus botines entre los más desfavorecidos. El dinero de sus atracos sirvió para que él y su familia viviesen muy bien y se cuidaba mucho de ocultarlo. Las familias de sus víctimas no han cobrado ni un solo euro de indemnización, porque todos sus bienes estaban a nombre de la madre del atracador. Parte del botín fue a parar a Brasil, donde residía su novia, Iris Roberta, y hasta le compró una máquina de limpieza a vapor a su futura suegra. Todo demasiado vulgar para quien creyó que podía desafiar a la Policía y a la Guardia Civil, dos instituciones plagadas de gente trabajadora y dedicada a sacar de la sociedad a parásitos como Giménez Arbe.

Un atraco a un banco es una situación peligrosa, terrorífica. Uno o varios tipos armados entran con armas a un recinto cerrado en el que hay personas inocentes. Allí puede pasar cualquier cosa y la experiencia demuestra que muchas veces ha pasado: empleados de banca o agentes asesinados. Los atracadores saben que tienen que infundir mucho miedo y terror en pocos minutos para que la voluntad de todos los presentes quede doblegada rápidamente y eso solo se consigue con violencia: gritos, algún golpe y si es necesario, un disparo. Esa es la realidad de un atraco. Así eran los atracos de El Solitario y así son los de cualquier otro profesional del crimen. En estos últimos treinta años he aprendido mucho de atracadores gracias a policías veteranos que han detenido a centenares de ellos: Víctor, Julio, Mangas, Jaime, Serafín, Emilio… Ellos me han enseñado que los atracadores no son gente simpática. Están mucho más cerca del despiadado ladrón que encarna Michael Madsen en Reservoir Dogs que de los guapos y elegantes cacos de La Casa de Papel. Pero en la ficción todo vale. El Solitario (Random Cómics) no es ficción. Es la realidad.