Cuando mi hermano está en Galicia disfruta de conducir el viejo Audi V6 turbodiésel de mi padre. Conducir un coche así es algo más que desplazarse de un lugar a otro, es entrar en comunión con el coche. La narración de sus viajes recuerda al anuncio de 2001 de Toni Segarra que decía "me gusta conducir".
En los años 90 los precios de los coches iban más acompasados con el poder adquisitivo medio de la época. Cualquiera tenía un coche con el que poder trabajar, con el que poder ir de un lugar a otro con la familia. El coche formaba parte de la idea de familia. Era el momento del "Diésel gustazo", el inolvidable eslogan de Citroën que en 1999 sirvió para ensalzar el placer de conducir un diésel. El sistema common rail revolucionó los motores diésel al separar la generación de presión de la inyección, permitiendo un control electrónico preciso para mayor potencia, suavidad y eficiencia. Europa se convirtió en líder mundial de esta tecnología. Lejos de aquellos motores ruidosos, los nuevos coches diésel tenían empuje, daban sensación de fuerza, respondían a bajas revoluciones y además, democratizaron el diésel moderno, que ya no era solo para berlinas caras o conductores profesionales, sino para coches familiares. El diésel se promovía como una forma de ahorro de combustible, de eficiencia energética y de durabilidad. Nadie hablaba aún de prohibiciones, ni de fechas de caducidad tecnológica. Se hablaba de mejorar motores. Hoy, en cambio, el debate ha cambiado radicalmente. Y quizá convenga preguntarse si lo ha hecho en la dirección correcta.
Europa pisa el freno
La Unión Europea ha anunciado que retrasará la prohibición total de los coches de combustión, inicialmente prevista para 2035. Afortunadamente las administraciones han escuchado las demandas de los científicos que nos posicionamos en contra de esta medida. Las razones esgrimidas por la Comisión Europea son claras: la electrificación total no avanza al ritmo esperado, la infraestructura es desigual entre países, el coste socioeconómico es elevado y se ha situado a la industria europea del automóvil —uno de los pilares económicos del continente y líder del sector durante décadas—en una tiránica desventaja competitiva. Es el reconocimiento de que una transición mal diseñada puede ser insostenible.
El coche no es el gran villano climático
Cuando se miran los números completos —los que manejan el IPCC y la Agencia Europea de Medio Ambiente— el relato simplista del coche como gran villano climático empieza a resquebrajarse. A escala global, todo el transporte junto apenas supera una quinta parte de las emisiones de CO₂, y dentro de ese conjunto los coches particulares aportan en torno a un 8–10 % del total mundial. Es decir, menos que muchos sectores industriales y muy lejos de ser el núcleo del problema climático.
En Europa, donde el debate es más intenso, el peso del coche es mayor —alrededor del 15 % de las emisiones totales de la Unión—, pero Europa solo representa una pequeña fracción de las emisiones globales. Traducido a impacto real: [[LINK:EXTERNO|||https://www.lasexta.com/el-muro/deborah-garcia/electrico-combustion-que-coche-contamina-mas_202411276746d5fb85d24c0001c7a7d0.html|||eliminar todos los coches de combustión europeos tendría un efecto inferior al 1 % sobre el CO₂ mundial]]. Conviene repetir este dato hasta que deje de resultar incómodo: menos del 1%.
La paradoja es evidente cuando se compara con otros medios de transporte. Los camiones de mercancías emiten, en conjunto, casi tanto como los coches particulares a escala global, pero son mucho más difíciles de electrificar por razones físicas elementales: peso, autonomía y tiempos de carga. El transporte marítimo, responsable de alrededor de un 2–3 % de las emisiones globales, sigue quemando combustibles fósiles, aunque se exploran opciones como amoníaco, hidrógeno o incluso reactores nucleares en grandes buques. Y la aviación, con cifras similares, continúa dependiendo casi por completo de combustibles fósiles, aunque se investiga con biocombustibles y combustibles sintéticos. Está claro que el transporte pesado es el auténtico desafío ambiental. Y sin embargo, ninguno de estos sectores tiene una fecha de caducidad fijada por decreto. El único que sí la tiene es el que más ha reducido emisiones por kilómetro recorrido en las últimas décadas.
Esta es la desproporción que rara vez se explica con calma: hemos colocado el foco político y social sobre un sector cuyo margen de reducción adicional es ya limitado, mientras dejamos intactos aquellos donde el potencial de mejora es mayor, pero tecnológicamente más complejo. No porque sea lo más eficaz desde el punto de vista climático, sino porque es lo más visible y lo más fácil de regular.
Los biocombustibles y los combustibles sintéticos son los grandes olvidados, tanto en los medios de comunicación, como en las estrategias de descarbonización. Estos combustibles, análogos a los combustibles fósiles y que, por tanto, permiten seguir utilizando los mismos vehículos, son neutros en emisiones de CO2. No añaden CO₂ nuevo a la atmósfera. El carbono que emiten procede de plantas que lo captaron previamente o de procesos industriales de captura directa. Son química bien conocida. Sin embargo, se les ha tratado como una nota a pie de página en la política climática europea.
Sostenibilidad es más que medio ambiente
La sostenibilidad tiene tres patas: ambiental, social y económica. Eliminar el coche de combustión de forma abrupta es un golpe económico y social enorme para Europa. La industria automovilística europea ha sido durante décadas una potencia mundial. Fabricábamos, exportábamos, innovábamos. Hoy empezamos a importar coches eléctricos mientras desmantelamos nuestro tejido industrial. No solo perdemos fábricas, perdemos conocimiento, oficios, soberanía tecnológica.
Además, el debate rara vez incluye el impacto total de electrificar toda la flota: vehículos más pesados, con mayor desgaste de carreteras, más emisión de material particulado por frenos y neumáticos, principal responsable de los problemas de salud respiratoria y de la baja calidad del aire de las ciudades, mayor demanda de materiales críticos y minería intensiva, y problemas reales de autonomía y uso en entornos rurales. Nada de esto invalida al coche eléctrico, pero ignorar estos factores no es hacer ciencia, es hacer propaganda.
La demonización de los coches de combustión alcanzó su cota más alta con el escándalo de las emisiones falseadas de algunos coches diésel, cuando varios fabricantes manipularon pruebas para aparentar menos contaminación.
Aquello fue un fraude y fue castigado. Pero de aquel escándalo salió también una revolución tecnológica: los motores diésel actuales son mucho más eficientes y mucho menos contaminantes gracias a sistemas de inyección avanzada, filtros de partículas, catalizadores SCR y control exhaustivo de la combustión. La ironía es evidente: cuando el diésel es mejor que nunca, decidimos enterrarlo.
Conclusión: prohibir es un freno al desarrollo científico
Esto no es un alegato a favor del diésel. Es una defensa del avance científico y tecnológico sin prohibiciones dogmáticas. El futuro puede —y debe— ser plural: los coches eléctricos convencionales pueden y deben convivir con coches eléctricos de hidrógeno, con coches de combustión, con biocombustibles y con combustibles sintéticos. Prohibir tecnologías no acelera la sostenibilidad, la empobrece.
Y perder soberanía industrial, tecnológica y cultural en nombre de una solución única es, sencillamente, un tiro en el pie. Quizá haya que recuperar algo del espíritu de aquel "Diésel gustazo". No como nostalgia, sino como recordatorio de que la innovación no nace de prohibir, sino de mejorar lo que ya existe.
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